Modelo de todas las grandes virtudes, San José fue escogido por Dios para estar a la altura de aquellos con quienes debería convivir. La Iglesia, dotada de sabiduría, lo proclama su Patrón y Patriarca.

En la fiesta de San José hay varias advocaciones que podríamos considerar. Creo que de esas advocaciones, después de las que están relacionadas directamente con Nuestro Señor Jesucristo, no hay ninguna más bonita que la de Protector de la Santa Iglesia Católica. Silencio de la Tradición

 

Silencio de la Tradición y de las Escrituras

Los datos biográficos sobre San José son muy escasos. Sabemos que pertenecía al linaje del rey David, que era virgen y que se casó con María Santísima. Sabemos que después del matrimonio ambos mantuvieron la virginidad y que él pasó por el famoso episodio de la perplejidad. Sabemos también que estuvo presente en el santo Nacimiento, y una de sus glorias es la de figurar, naturalmente, como uno de los personajes esenciales en todos los belenes hasta el fin del mundo. Sabemos que llevó al Niño Jesús y a María hasta Egipto y que de allí regresó, y después de esto se hace un silencio sobre él.

Si tenemos en cuenta quién fue San José, no faltan razones para considerarlo como el santo más grande de todos los tiempos. Hay razones para suponer que el mayor santo lo fuera San Juan Bautista o, quizá, San Juan Evangelista. En cualquier caso, hay muy buenas razones para suponer que es él, y podemos imaginar que los datos biográficos más emocionantes, cautivantes y edificantes no han de faltar en su vida.

Ahora bien, vemos que en lugar de facilitarnos dichos datos y revelarnos algunas de las maravillas de ese santo, que ocupa un papel tan prominente en la piedad católica, la Sagrada Escritura nos habla poco, y muy poco, con respecto a él, y la Tradición también. ¿Cómo se explica esto? La primera observación que cabe hacer es que con relación a la Virgen María —figura no infinita, sino insondablemente superior a San José— las Escrituras también nos cuentan muy poco, tal vez incluso menos que sobre San José. Sin embargo, sabemos que Ella es la obra maestra de la Creación y que después de la humanidad santísima de Cristo —vinculada a la segunda Persona de la Santísima Trinidad mediante la unión hipostática y, por tanto, por encima de cualquier cogitación que el espíritu humano pueda hacer— no hay criatura, y nunca hubo ni habrá, que pueda sustentar una pálida comparación con Ella.

Pero ¿por qué con respecto a estas dos grandes figuras existe ese silencio en las Escrituras?

 

Ningún hecho concreto puede reflejar su gloria

 

Además de las razones indicadas habitualmente, como, por ejemplo, la humildad de la Virgen y de San José, que quisieron permanecer apagados en alabanza a Jesucristo y en reparación por todas las pruebas de orgullo que los hombres mostrarían hasta el fin del mundo, tengo la impresión de que hay otra, muy formativa y toda ella hecha para que comprendamos la índole, el espíritu de la Iglesia Católica: por muy grandes que fueran las maravillas que la Virgen y San José llevaron a cabo durante su vida, el simple hecho de que una sea la Madre del Creador y el otro sea el padre legal de Jesús y esposo de María los hace tan grandes que ninguno de los acontecimientos ocurridos a lo largo de sus vidas da una idea suficiente de lo que fueron, porque están por encima de cualquier acto concreto.

Tomemos dos ejemplos notables. Primero, la perplejidad de San José, la confianza que conservó durante ese momento, la delicadeza con que resolvió la situación, la prueba en que la Providencia lo puso en el momento en que estaba llamado a recibir la honra excelsa de ser el padre legal de Nuestro Señor Jesucristo. Luego, en la vida de la Virgen María, un hecho eminente: las bodas de Caná, en donde Ella obtuvo, por sus ruegos, la anticipación de las manifestaciones de la vida pública del Señor e hizo que Él realizara un prodigio tan extraordinario como la transustanciación del agua en vino. Era un milagro directo e inmediato, hecho a una familia que en esa ocasión estaba pasado por una prueba.

María practicó allí un acto insigne, pero por mayor que haya sido, no nos da una idea suficiente de Ella. Al ser Madre de Dios, Ella es muy superior a eso. Y lo mismo ocurre con San José: lo que conocemos de él, por más eminente que sea, no llega a la altura de quien él es.

 

Un esposo a la altura de María Santísima

 

¿Cómo habrá sido el hombre que Dios destinó a ser el padre legal de Jesús? Porque San José, como esposo de María Virgen, tenía verdadero derecho sobre el fruto de sus entrañas, aunque no hubiera concurrido en la generación del Niño Jesús. Entonces ¿cómo debe haber sido ese varón, cómo Dios debe haber adornado esa alma, cómo debe haber constituido ese cuerpo, cómo debe haber colmado de gracia a esa persona, para que estuviera a la altura de ese papel?

Ahora bien, si Dios tanto respetó y veneró a la Santísima Virgen, ¿cuánto no la habrá venerado al escoger un esposo adecuado a Ella? Porque Él debió haber hecho de ese matrimonio el matrimonio perfecto, en el cual el esposo fuera lo más proporcionado posible a su esposa.

¿Qué debe poseer un hombre para estar en proporción a ser esposo de María? Es algo verdaderamente insondable. Y cualquier cosa que él haya dicho o hecho no nos da la idea de quién fue él como nos la da esta simple afirmación: ¡padre del Niño Jesús y esposo de la Santísima Virgen!

 

Más que gobernar a todos los reinos e imperios

 

Ser el padre del Hijo de Dios es la más elevada honra que una criatura humana puede alcanzar, después de la de ser la Madre del Hijo de Dios, que es, evidentemente, una honra mayor. Es decir, San José no sólo fue noble porque se casó con María, sino porque el Señor lo invistió en la más alta función de gobierno que pueda haber en la tierra, por debajo de la Virgen Santísima.

Ejercer una alta función de gobierno, de acuerdo con los conceptos de la sociedad tradicional de aquel tiempo, ennoblecía, confería nobleza. Ahora bien, ser el padre del Niño Jesús, gobernar al Niño Jesús y a María es más noble que gobernar a todos los reyes e imperios del mundo, y eso no le vino sólo con el casamiento. Dios lo eligió para eso. Comprendemos entonces la nobleza excelsa que de ahí deriva, por encima de todo elogio y de toda obra.

Aquí entra el aspecto más bello: vemos que, con respecto a María y a San José, la Providencia quiso constituir los fundamentos de culto con base en un raciocinio teológico que traza el perfil moral de estas personas excelsas.

 

La honra de ser Protector de la Iglesia Católica

 

Imaginemos, ahora, lo qué es ser el Santo Patrón y Protector de la Iglesia Católica.

El protector de algo es, en cierto modo, un símbolo de aquello que él protege. Consideren, por ejemplo, el guarda de una reina. Éste necesita tomar en sí algo de la realeza de su señora, y por eso se eligen para esa función a los individuos más capaces, los que demuestran más valentía, los que en las guerras probaron mayor dedicación a la corona.

Si es una honra ser guarda de la reina, si es una honra ser guarda del Papa —hasta el punto de que éste tiene una guardia noble especialmente constituida de hidalgos romanos para custodiarlo—, ¡qué honra ser guarda de la Santa Iglesia Católica!

El ángel de la guarda de la Iglesia Católica es sin duda el ángel más grande que existe en el Cielo, porque ninguna de las criaturas de Dios tiene la dignidad de la Iglesia. A excepción de María, que es la Reina de la Iglesia, nadie puede compararse a la Iglesia Católica. Ni cualquier ángel, o todos los santos considerados cada uno separadamente, tiene la dignidad de la Iglesia Católica, porque ella envuelve a todos los santos y es la fuente de la santidad de esos santos. Por lo tanto, un santo nunca tendrá una dignidad igual a la de la Iglesia.

San José tiene que ser, en consecuencia, alguien tan alto, tan excelso que, por así decirlo, sea el reflejo de la institución que guarda para estar proporcionado a ella. Podemos entonces considerar que el thau 1 de San José, en cuanto idéntico con el espíritu de la Iglesia, en cuanto ejemplar prototípico y magnífico de la mentalidad, doctrinas y espíritu de la Iglesia, sólo se puede medir por este otro criterio: el hecho de ser esposo de la Santísima Virgen y padre adoptivo del Niño Jesús y, por tanto, estar proporcionado a Ellos.

 

La fisonomía moral de San José

 

Si queremos tener una idea de cómo eran el alma y el espíritu de San José, pienso que no encontraremos una pintura o escultura que lo represente adecuadamente. Yo, al menos, no la he encontrado en toda mi vida.
Para componer la fisonomía moral de San José, sería necesario juntar todo lo que pensamos de la Iglesia Católica, toda la dignidad, toda la afabilidad, toda la sabiduría, toda la inmensidad, todo lo que se pueda decir de la Iglesia, e imaginarlo realizado en un hombre. Sólo así tendríamos la verdadera fisonomía de San José. Y quisiera ver quién es el artista capaz de representarla…

Debemos imaginar por lo menos el perfil moral de ese santo: su castidad, su pureza inmaculadísima, y acercarnos a él con respeto, con veneración, para pedir que nos conceda aquello que tanto deseamos recibir. Que cada uno se pregunte a sí mismo, en un examen de conciencia de un minuto, cuál es la gracia que quiere pedirle.

 

Gracias a implorar

 

La primera de las gracias a pedirle sería la de la devoción a la Virgen. Otra, la de reflejar tan bien el espíritu de la Iglesia Católica como esté en los designios de la Providencia al habernos creado y conferido el santo Bautismo. Otra gracia que podríamos pedirle es la de ser hijos de la Iglesia Católica, en cuanto viviendo en una unidad viva de la Iglesia donde ese espíritu se refracta de un modo particular. Podemos pedirle también la pureza, la despretensión…

Podemos elegir una de esas cosas o pedirlas todas en su conjunto. A veces es bueno que pidamos sólo una cosa, y la gracia nos invita a eso; a veces es bueno que lo pidamos todo, porque en ciertos momentos ella nos lleva a ser audaces y a pedir muchas cosas al mismo tiempo.

Así que en la fiesta de San José, conforme el movimiento de la gracia interior en cada uno de nosotros, hemos de pedirle algo. Y si no sabemos muy bien qué pedirle, digámosle: “Mi buen San José, veis que soy un poco torpe, dadme vos lo que necesito, ya que ni siquiera sé lo que me conviene”. Yo creo que desde lo más alto de los Cielos sonreirá y dará con bondad alguna gracia muy bien escogida.

Reproducido, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. Año XX. N.º 228 (Marzo, 2017); pp. 14-18

1 Letra de un antiguo alfabeto hebreo, cuya forma se asemeja a la de una cruz. Evocando un pasaje de Ezequiel en el que thau aparece como signo de elección (cf. Ez 9, 4), el Dr. Plinio empleaba ese término para indicar la presencia en una persona de un especial llamamiento de Dios [Nota del editor].