Debemos festejar con un empeño especial la fecha que la Iglesia dedica a Nuestra Señora del Rosario, por la simple razón de que el Rosario es uno de los símbolos más característicos de la piedad cristiana. Tiempo hubo en que él pendía de los hábitos de casi todos los religiosos, estaba en el bolsillo de todos los católicos, innumerables eran las personas enterradas con él en las manos. Cuando se quería simbolizar la piedad, el símbolo era el Rosario.

De manera tal que debemos ver esta fiesta del Rosario llenos de esperanza, y pedirle a Nuestra Señora, que ayudó a los cristianos a vencer en la Batalla de Lepanto, que nos conceda la gracia del advenimiento de su Reino, que será también el Reino del Rosario.

Ya lo afirmé y vuelvo a hacerlo: si nuestro Movimiento parase de rezar el Rosario, no duraría ni siquiera tres meses. ¡Yo me pregunto si, en la decadencia de los días actuales, duraría tres días! Porque para dejar de rezar el Rosario, tanta cosa se habría caído antes y tanta cosa se caería enseguida, que yo creo que tres días era lo máximo para deshacerse. No perdamos esto de vista: es a Nuestra Señora, bajo la invocación de Nuestra Señora del Rosario, a quien debemos todo.

Y así como decimos: “Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto, sicut erat in principio, et nunc et semper…” (Gloria al Padre, al Hijo,…), tal vez pudiésemos afirmar: “Gloria a Nuestra Señora, como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén”, desde que por la expresión “en el principio” no entendiésemos que María Santísima es la creadora de todas las cosas – lo cual sería una aberración -, sino que desde siempre Ella fue la obra prima de la Creación, y estaba presente en la mente de Dios, que tuvo la intención de crearla para ser, por debajo de la humanidad santísima de Jesucristo, la mayor de todas las perfecciones realizadas por Él.

Esa noción de gloria de Nuestra Señora, que se traduce en los homenajes que le hacemos, es un reflejo de lo que llevamos dentro del alma. ¡Y esa gloria de Nuestra Señora la queremos realizada ahora y en el Reino de María!

La verdadera gloria de María

¿Qué es la gloria?

Santo Tomás de Aquino define la gloria como el efecto que se vuelve hacia su causa y la alaba. Por lo tanto, el movimiento por el cual los hijos se vuelven hacia sus padres, los alumnos hacia sus maestros, los súbditos hacia sus gobernantes y los alaban; los hombres – sobretodo – se vuelven hacia Dios y lo alaban; todo ese movimiento es de gloria.

En esto hay algo circular. Es la alabanza perfecta dada por aquél que tuvo una gratitud perfecta, un tributo perfecto, a aquél que está en el origen ya sea de la vida terrena, del talento o de la cultura, de las acciones acertadas, etc., y sobre todo a Dios Nuestro Señor, que se encuentra en el origen de todas las cosas y es la Causa de las causas.

Ese concepto de gloria lo verificamos respecto a Nuestra Señora de la siguiente manera:

La Virgen Santísima es Madre de Nuestro Señor Jesucristo y, en cuanto Madre de Él, es Madre del Cuerpo Místico de Cristo. Por medio de Ella vienen todas las gracias a los hombres y todas las oraciones suben hasta Dios. Evidentemente, Ella está, por lo tanto, inmediatamente debajo de Dios y, por designio de Dios, en el punto de partida de todas las cosas. Y su gloria será completa cuando todos los hombres se vuelvan hacia Ella y la alaben.

Pero esa alabanza no puede ser apenas un cántico de alabanza de la grandeza y de la bondad de Nuestra Señora. Tiene que ser también el reconocimiento efectivo de esa grandeza y de esa bondad, lo cual se traduce en obras. Es decir, alaba a María Santísima el que vive de acuerdo con las virtudes de las cuales Ella dio ejemplo, y practica esas virtudes con el deseo de honrarla.

Alaba a Nuestra Señora, por lo tanto, quien vive conforme a las virtudes que la Iglesia Católica inculca, porque la Madre de Dios posee y practicó en el más alto grado todas las virtudes que la Iglesia Católica enseña. La Virgen María era una especie de representación viva de la Iglesia Católica.

Una persona que viese a Nuestra Señora tendría, de un solo golpe de vista, la noción de toda la sabiduría, de toda la continuidad de la Iglesia, del esplendor de todos sus santos, del talento de sus doctores, de la belleza de su liturgia en todas las épocas, del heroísmo de todos los cruzados y de todos los mártires. En fin, no hubo ninguna cosa bella que la Iglesia hubiese engendrado y por donde manifestase su espíritu, que no brillase en María Santísima completamente y con un fulgor extraordinario.

Por lo tanto, nosotros alabamos a Nuestra Señora siendo, viviendo y haciendo lo que la Iglesia Católica manda. Y exactamente lo que hacemos ahora, se hará continuamente en el Reino de María.

¿Cómo hacer la voluntad de Nuestra Señora?

¿Cómo hacemos eso ahora? Se puede decir que la Iglesia se divide en tres partes: la Iglesia Gloriosa, que está en el Cielo, la Iglesia Padeciente, en el Purgatorio y la Iglesia Militante, en la Tierra. Mientras la Iglesia esté en la Tierra será militante, luchará. Por esa razón, los pensamientos de la Santísima Virgen para nuestro siglo no pueden dejar de ser pensamientos de lucha.

Me recuerdo de una linda escultura gótica que representa a Nuestra Señora con un manto lleno de pliegues y con una espada en la mano, embistiendo contra el demonio. Esa es la tarea de María Santísima en nuestra época.

Alguien dirá: “¡Pero Nuestra Señora es Madre, es presentada en la Iglesia y en los templos bajo el aspecto de la misericordia!”

Es verdad. Esta Madre de misericordia mira con bondad hacia la Tierra, pero observen sus pies: ¡aplastan la cabeza de la serpiente! Es decir, es una lucha que sólo cesará en el fin del mundo, cuando los demonios que se mueven por los aires sean lanzados al Infierno, y todos los hombres reciban su juicio solemne y final, y así se haya hecho justicia completamente.

Por lo tanto, si la Virgen María estuviese de manera visible en esta Tierra, estaría estimulándonos a todos a la dedicación por su causa. Por eso, luchando por Nuestra Señora estamos haciendo su voluntad.

Y una de las mejores pruebas de que alguien está haciendo la voluntad de la Santísima Virgen, consiste en ser combatido por sus enemigos. Si bien es verdad que un hombre se define por sus amigos, creo que con mucho más veras se define por sus enemigos. La clásica expresión: “Dime con quién andas y te diré quién eres”, me gustaría completarla con esta otra: “Dime quién te odia y te diré quién eres”.

Porque con el hombre bueno los malos no se equivocan. Y si todos los malos detestan a un hombre, éste no puede ser malo, tiene que ser bueno.

Los malos viven divididos entre sí, y sólo se coligan contra el bien y contra el bueno. De manera tal que, cuando se ve que todos los malos cesan las riñas entre sí y se vuelven contra una persona, esta última es necesariamente buena, porque es el denominador común contra el cual todos los otros se confabularon y se irguieron. Vemos, por ejemplo, a Anás, a Caifás, a Herodes y a Pilatos apaciguar las luchas que tenían en la pequeña Judea y unirse para matar a Nuestro Señor.

Esplendor de Nuestra Señora

Tratamos de la gloria, pero, ¿cómo será el esplendor de Nuestra Señora?

La devoción por excelencia en la Edad Media, aunque no empleasen esta fórmula, era a Cristo Rey. A Nuestro Señor se le rendía culto como el gran triunfador. Las catedrales del auge de esa época histórica tenían un aire de triunfo magnífico. Eran majestuosas, solemnes, se levantaban hacia el cielo con la tranquilidad de quien se siente dueño del cielo y de la Tierra. Sus torres daban la impresión de tocar las nubes, y sus fundamentos de bajar hasta el centro de la Tierra. Se tenía la idea de que dominaban todo el universo. Los vitrales, triunfantes, expresaban en general la gloria de Cristo que venció la muerte, por quien los mártires vencieron las persecuciones y los cruzados lucharon; de Cristo por cuya virtud la civilización se erguía con esplendor nunca igualado, en las entrañas de un mundo donde existía el paganismo, el bárbaro, y una latinidad católica sumamente decadente y tibia. Nuestro Señor Jesucristo aparecía como un Pantocrátor, sentado sobre un arco iris y enseñando a toda la Tierra.

De ahí también el sonido triunfal de las campanas de las catedrales, de los grandes órganos tocando todos sus registros, los grandes cánticos de triunfos de la liturgia, las grandes procesiones públicas. La Iglesia desarrolló durante el período final del apogeo de la Edad Media, en toda su plenitud, su grandeza y el sentido de su soberanía.

¡Qué belleza sería contemplar la Edad Media! Las campanas que comienzan a tocar delante de un pueblo que, al oírlas, cesa de trabajar y comienza a afluir a la catedral.

La gloria del Reino de María

Nosotros tendremos catedrales más bellas, más sacrales, más espléndidas que Notre Dame, tal vez hasta instrumentos de música que superarán a los órganos y a todos los instrumentos anteriores, una liturgia cuya santidad va a brillar de modo más refulgente que la liturgia anterior, la cual es, sin embargo, tan santa y admirable, que se tiene el deseo de besar cada una de sus letras.

En fin, habrá todo un conjunto de pompas y esplendores que van a simbolizar el dominio radiante y mucho más glorioso de Dios sobre la Tierra. Y todo lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de los siglos con respecto a María Santísima, va a ser puesto en la liturgia de un modo mucho más evidente, más sobresaliente. De tal manera que, de punta a punta, estará presente en la liturgia el principio de la Mediación universal de Nuestra Señora, enseñado por San Luis Grignion de Montfort.

Nuestra Señora será como la lámpara colocada en lo alto de los candelabros, bien a los pies de la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, junto al Santísimo Sacramento. Y en esa espléndida irrupción de la gloria de María veremos entonces, la confirmación de todos nuestros deseos y aspiraciones.

Si alguien me preguntase: “¿Dr. Plinio, Ud. podría dar una idea de cómo será la gloria del Reino de María?”, yo le digo: “Me falta completamente talento para eso”. Pero todos sabemos una cosa: la figura de esa gloria ya comenzó a nacer en el interior de nuestras almas, por la belleza del movimiento de alma con el que todos juntos deseamos esta gloria para Nuestra Señora, por la pulcritud de la esperanza con la cual, por la gracia de María Santísima y a pesar de nuestras infidelidades, presentimos desde ahora con fueros de certeza cómo va a ser esa gloria. Y en la noche y en la tempestad, y dentro del lodo, ver este sol de esperanza que se levanta es mucho más que un simple lirio que nace en la noche y en la tempestad; es un sol que hará cesar la tempestad y secará el lodo. La belleza de los primeros centelleos de este sol en algunas almas que se conservan puras dentro de ese lodo, contiene en su raíz toda la pulcritud de la gloria del Reino de María.

Una meditación de los misterios gloriosos del Rosario

Para marcar este día de Nuestra Señora del Rosario, les propongo rezar especialmente los misterios gloriosos del Santísimo Rosario en homenaje a esas diversas manifestaciones de gloria de Nuestro Señor Jesucristo y de Nuestra Señora.

¡La resurrección de Nuestro Señor debe haber sido una escena de una majestad inimaginable! La sepultura inanimada, quieta, oscura… De repente, un ángel comienza a remover la piedra y legiones angélicas entran al sepulcro y lo llenan de luz, y Nuestro Señor sale de dentro de la sepultura con su cuerpo glorioso. ¿Quién puede tener una idea de cómo fue esa gloria?

La ascensión de Nuestro Señor Jesucristo a los Cielos: Él, subiendo lentamente y hablando, hasta que su voz no pudiese ser más oída. Sin embargo, cada vez más resplandeciente, magnífico y bondadoso, comunicándose por su propia irradiación más que por cualquier palabra. María Santísima y todos los apóstoles estaban mirando hacia el cielo; los ángeles aparecen y dicen: “hombres de Galilea, ¡no temáis! Aquél que subió al Cielo…”, etc. ¿Quién puede imaginar la belleza y la gloria de algo como eso?

¿Cuál habrá sido la gloria de la venida del Espíritu Santo sobre Nuestra Señora y los apóstoles? La cosa más bonita que he visto en mi vida es un alma convertirse o santificarse. ¡Ver a alguien que abandona un defecto y vuelve a una cualidad que poseía; o que regresa al buen camino que había dejado; o que adquiere una cualidad que aún no tenía! Nada es más bonito en la Tierra que ver directamente en las almas su santificación, obrada por el Espíritu Santo.

¿Alguien será capaz de imaginar ver caer el fuego del Divino Espíritu Santo sobre María Santísima y los apóstoles? Nuestra Señora, habitualmente tan sublime y esplendorosa de alma, de repente recibió un grado de esplendor que no se imaginaba que existiese.

Y las personas, mirando a Nuestra Señora, tenían la impresión de estar viendo a Nuestro Señor Jesucristo en figura femenina, pero finalmente dirían: “¡No, esta es la Madre de Dios, la Madre del Salvador!”. De tal forma Nuestra Señora estaba llena del Espíritu Santo. Esa es una gloria más, de la cual no podemos hacernos una idea.

Después viene la gloria delicadísima, suavísima, virginalísima, maternalísima de Nuestra Señora asunta al Cielo. ¿Cómo debe haber sido el “luto” de toda la naturaleza con Nuestra Señora muerta? ¡No me puedo imaginar! Pero después la alegría: ¡Nuestra Señora resurge! ¡Nuestra Señora que sale de la sepultura! ¡Y es cargada después por los ángeles, resurrecta y que va subiendo! Mientras Nuestro Señor manifestaba grandeza y bondad en su ascensión, Ella manifestaba más bondad que grandeza. Una sonrisa materna, y todos la miran, conociéndola más, comprendiéndola más y siendo cada vez más atraídos por Ella, a medida en que se va elevando al Cielo, hasta el momento en que Nuestra Señora desaparece. Pero hay una claridad esparcida sobre todo y sobre todos, como quien dice: “Yo, en realidad, me quedé. Rezad, porque siempre estaré presente, unida a vosotros.”

Y finalmente la fiesta en el Cielo, a la cual sólo los bienaventurados da aquél tiempo asistieron: ¡María Santísima entrando en el Paraíso, conducida por los ángeles y siendo recibida por Nuestro Señor Jesucristo! ¿Hay alguien que pueda pintar a Nuestro Señor recibiendo a Nuestra Señora?

La recompensa demasiadamente grande

Yo creo que sólo hubo una escena que pudiese dar una idea de eso: la Virgen acogiendo a Nuestro Señor durante el Viacrucis. Toda la ternura y adoración de Ella para con Él, todo el amor filial y al mismo tiempo del Creador, de Jesús para con Ella, se manifestaron allí, en el dolor, de un modo admirable. Sería necesario haber visto la mirada recíproca entre Ellos. Hubo algún diálogo, una pregunta y una respuesta, una cosa fugaz, porque Él era obligado a continuar. Pero Nuestra Señora, yendo después al encuentro de Nuestro Señor, el intercambio de miradas desde lo alto de la Cruz hasta la última mirada de Él que, con certeza, fue a Ella. Y la mirada suprema de Ella a Él antes del “consummatum est” (Todo está consumado).

¡Sería necesario haber visto así las relaciones entre Ellos, para comprender cuál fue la mirada con la que Nuestro Señor, desde lo alto del trono de su gloria, la consideró en el momento en que Ella entró al Cielo!

¿Alguien conseguiría imaginar con qué especie de respeto Nuestro Señor Jesucristo – ¡que es Dios! – la coronó, a Ella, que estaba presente de cuerpo y alma en el Cielo? Nadie consigue describir esa gloria, pues excede a todo cuanto se pueda pensar.

Si Nuestro Señor es para cada uno de nosotros nuestra recompensa demasiadamente grande, ¿de qué tamaño habrá sido la recompensa que Él fue para Ella? Él lo fue para Nuestra Señora, pues Él es infinito.

¡Debemos considerar esas glorias, pidiendo a María Santísima que acelere el día de su gloria!

(Revista Dr. Plinio No. 175, octubre de 2012, p. 14-19, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 7.10 de los años: 1970, 1971 y 1987)