Mis ovejas oyen mi voz, Yo las conozco, y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna; ellas jamás han de perecer, y nadie las robará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor de todas las cosas; y nadie me las puede arrebatar de la madre de mi Padre. Yo y mi Padre somos uno (Juan 10, 27-30).

La sabiduría infinita del Hombre-Dios usó de metáforas para hacerse entender mejor por los hombres. La propia naturaleza de Judea facilitaba el uso de esta simbología usada por el Divino Maestro. La tierra en aquellas regiones no era fértil, debido a sus considerables trechos pedregosos y un tanto áridos. El pastoreo allí se adaptaba más comodamente que la agricultura y, de esta manera, exigía al rebaño un buen número de desplazamientos. Esta situación redundaba en la necesidad de vigilancia y atención más esmerada por parte del pastor.
La vida del pastor nos lleva a considerar su amor, gobernando sin decretos y atendiendo todas las conveniencias y necesidades de sus ovejas. Él sabe entretenerlas, defenderlas, ampararlas, llevarlas a pastar y hasta agradarlas con sus cantos o con las melodías de su flauta.
“Él llama a sus ovejas una a una por sus nombres” (Juan 10, 3). Santo Tomás de Aquino destaca la gran familiaridad existente en esta relación, porque llamarlas por el nombre significa tener íntima amistad. Cristo conoce la naturaleza y el ser de cada una de sus ovejas.
Por otro lado, las ovejas siguen el Pastor. Por su gracia, conocen las maravillas que están en Él, su su doctrina dotada de potencia, su vida, su misericordia, su sabiduría, en una palabra, su humanidad y divinidad. Y por eso, al oir su voz, ellas lo siguen, como Saulo en el camino de Damasco (Hechos 9, 5-9) o como Magdalena al ser llamada por su nombre, junto al sepulcro del Señor (Juan 20, 16).
Así como otrora Jesús, el Buen Pastor, procuró atraer todos para su rebaño, su voz continúa hoy resonando en los corazones, apelando para que nos dejemos pastorear por Él.

 

(*) Fundador y Presidente General de los Heraldos del Evangelio