Los frutos de la Ascensión nos benefician a cada momento, como también la última bendición de Jesús a los apóstoles, en el monte de los Olivos, se prolonga a través de la Historia hasta cada uno de nosotros.

 

46 Y les dijo: “Así estaba escrito: el Mesías debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, 47 y en su Nombre debía predicarse la penitencia para el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de todo esto. 49 Yo enviaré sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por tanto, quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. 50 Después Jesús los llevó hasta cerca de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. 51 Y mientras los bendecía, se separó de ellos y se iba elevando al cielo. 52 Ellos le adoraron, y volvieron a Jerusalén llenos de inmensa alegría, 53 y estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios (Lc 24, 46-53).

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Mons. João Clá Dias, EP

I – Suprema glorificación de Cristo

A veces, la perforación producida por una aguja es más dañina que el golpe de un martillo, sobre todo cuando alcanza puntos vitales. Esta comparación tal vez gane en consistencia y expresividad si se la revierte al campo de la polémica doctrinal, como se verificó en la refutación de san Bernardo al judío que, en lo alto del Calvario, desafió a Cristo em su agonía: “Que el Cristo baje ahora de la cruz” (cf. Mt 27,42; Mc 15,32). Según el fundador de Claraval, está mal concebida esta propuesta para comprobar el origen divino de Jesús, puesto que la realeza, y más todavía la divinidad de un ser, no queda patente en el acto de bajar sino, muy al contrario, en el de subir. Y exactamente esto sucedió con Jesús durante cuarenta días después de su triunfante Resurrección. Por eso, bajo cierto ángulo, la Ascensión del Señor al Cielo constituye la fiesta más importante al representar la glorificación suprema de Cristo Jesús. Él mismo había pedido al Padre: “Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese” (Jn 17,5); “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (ibid. v. 1). Por ahí se comprende la manifestación de alegría de los Santos Padres al comentar esta glorificación del Cordero de Dios.

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Cristo subió al cielo por su propio poder divino, y también por el poder del alma glorificada que mueve el cuerpo como quiere

“La gloria de nuestro Señor Jesucristo se completa con su resurrección y asunción. […] Tenemos, pues, al Señor, al Salvador nuestro, Jesucristo, primero pendiente de un leño y ahora sentado en el cielo. Pendiendo en el leño, pagaba nuestro precio; sentado en el cielo, recoge lo que compró” 1.

La muerte no sepultó a Jesús en el olvido

De hecho, este júbilo con motivo de la Ascensión que impregna el alma de los santos y se hace tan evidente en el texto del Oficio Divino o en la propia liturgia de hoy, tiene un sólido fundamento, ya que jamás se oyó de nadie que, cuando partía de este mundo, se elevara ante los ojos de cientos de testigos y entrara en los Cielos por su propio poder.

Muy al contrario, después de morir nuestros cuerpos helados e inertes bajan al seno de la tierra, y la mayoría de las veces nuestro recuerdo se desvanece en la memoria de quienes han permanecido. Con Cristo sucedió justamente al revés, porque no sólo el recuerdo de sus enseñanzas, de sus acciones y hasta de su historia se prolongó a través de los siglos, sino que también sus testigos, dotados con sobrehumano poder, hicieron resonar sus relatos en medio de los pueblos y a través de las generaciones.

A ello contribuyeron los cuarenta días de permanencia de Jesús resucitado entre los discípulos. La debilidad de estos últimos exigía ciertamente tan poderoso remedio, porque los episodios que rodearon la Pasión del Señor habían abatido en ellos la sensibilidad psicológica y hasta la virtud de la fe.

Los panoramas humanos de los apóstoles estorbaban su visión sobrenatural del Mesías

Las primeras noticias sobre la Resurrección cayeron en el vacío de la incredulidad de cada discípulo, al punto que Tomás sólo llegó a convencerse cuando tocó las llagas de Cristo. Es comprensible la lógica de tales reacciones dado que, humanos como eran, educados en la visión de un Mesías con fuertes rasgos políticos, acostumbrados durante tres años a una vida común llena de paternal e intenso afecto, sólo así podrían sentirse protegidos, asumidos y transformados. Por lo mismo, querían perpetuar esa relación desde el punto en que había sido interrumpida por aquella muerte tan ignominiosa.

Sin embargo, los velos de la carne mortal ensombrecían la visión real de la divinidad del Salvador. Era indispensable que sustituyeran la experiencia un tanto humana con otra más alta en la cual, por así decir, palparan los reflejos del Alma gloriosa de Jesús sobre su sagrado Cuerpo. Para poder cumplir su misión redentora, Jesús había hecho un milagro en desmerecimiento de sus propias cualidades, quebrantando las leyes que había creado. Desde el primer instante de su Concepción en el seno de la Virgen Madre su Alma santísima gozaba de la visión beatífica y, por consiguiente, su adorable Cuerpo debía haber sido glorioso; pero si lo fuera, no podría padecer. Por esta misma razón, los discípulos terminaron acostumbrándose a una interpretación sobre el Hijo de Dios muy lejana a la que se tendrá en el Cielo. Esta situación llegó al extremo de que los Apóstoles fueron los únicos en comulgar el Cuerpo padeciente de Jesús en la Eucaristía distribuida en la Santa Cena.

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Para cumplir su misión como testigos, los apóstoles fueron transformados por el Espíritu Santo en Pentecostés

Por qué Jesús vivió cuarenta día con los Apóstoles en Cuerpo glorioso

Por ahí se comprende cómo las nostalgias de los Apóstoles y discípulos después de la Pasión giraban en torno a una relación de alguna manera equívoca. Se comprende mejor también la necesidad de que el Redentor conviviera con ellos en Cuerpo glorioso durante cuarenta días, pues Jesús “no quiso que permanecieran siempre carnales ni amándole con amor terreno. Querían que estuviese carnalmente siempre con ellos, movidos del mismo afecto por el que Pedro temía verle padecer. Le creían maestro suyo, confortador y protector, hombre al fin como ellos mismos eran, y de no ver otra cosa distinta le hubieran creído ausente, siendo así que estaba presente en todas partes con su majestad”.

Por otro lado, de cara al recuerdo traumático de los días de la Pasión, “convenía ahora levantar algo el ánimo de ellos para que comenzasen a pensar en él espiritualmente, imaginándoselo Verbo del Padre, Dios de Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas, pensamiento que les era impedido por la carne que veían. Convenía, sí, confirmarlos en su fe viviendo con ellos cuarenta días, pero era todavía más conveniente separarse de su vista para que el que estaba en la tierra acompañándolos como hermano, los socorriese desde el cielo como Señor, y ellos aprendieran a pensar en él como en Dios” (2).

“No os dejaré huérfanos”

El mismo Jesús había afirmado: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré. (…) Me voy al Padre, y ya no me veréis” (Jn 16, 7 y 10). Y de hecho, los Apóstoles nunca más lo encontraron, porque al entrar en el Cielo dejó de estar presente en la tierra de modo natural.

En contrapartida les había prometido: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Realmente está entre nosotros en la Eucaristía, bajo los velos de las Sagradas Especies, y, además, no deja nunca de acompañarnos: “El que sube a los cielos no abandona en modo alguno a los que adoptó” 3. Estas hermosas palabras de san León Magno son el eco de otras de Nuestro Señor: “No os dejaré huérfanos” (Jn 14,18).

Consuela comprobar cuánto se ha cumplido esta promesa a lo largo de veintiún siglos, día tras día, de las maneras más variadas. No era posible que su Ascensión significara el abandono de los mismos por los cuales se encarnó y murió en el Calvario. Su retorno al Padre sólo pudo haberse dado en la secuencia de ese amor suyo, inconmensurable, por cada uno de nosotros. La Ascensión se produjo por su conveniencia pero también a beneficio nuestro. Santo Tomás nos enseña: “El lugar debe ser proporcionado al que lo ocupa. Cristo inauguró por su resurrección una vida inmortal e incorruptible. Ahora bien, esta tierra que nosotros habitamos está sometida a la generación y corrupción, mientras que la morada del cielo está exenta de corrupción. Tal es el motivo por que no fue conveniente que después de la resurrección, Cristo permaneciese en la tierra, sino que convenía que subiese al cielo” 4. Y al ocupar un lugar en el cielo, proporcionado a su resurrección, “recibió un acrecentamiento en la decencia del lugar, algo que contribuye al bienestar de la gloria”.

Y citando el Salmo 15,11: “Los deleites se hallan en su diestra hasta el fin”, santo Tomás aplica este versículo al comentario de la glosa: “La delectación y la alegría se adueñarán de mí cuando me siente a tu lado, lejos de las miradas humanas” (5).

 

II – Beneficios de la Ascensión

También nosotros recibimos el beneficio de innumerables dones gracias a la Ascensión. Según san León Magno, pudimos conocer mejor a Jesús a partir del momento en que regresó a la gloria del Padre. Nuestra fe, “más ilustrada, aprendió a elevarse por medio del pensamiento y a no necesitar ya del contacto de la sustancia corporal de Cristo, en la cual es menor que el Padre, puesto que permaneciendo la misma sustancia del cuerpo glorificado, la fe de los creyentes es invitada allí, donde no con mano terrena, sino con espiritual inteligencia, se palpa al Unigénito igual al que le había engendrado.

Esta es la razón por la que el Señor, después de su resurrección, dijo a la Magdalena –que representaba la persona de la Iglesia– al acercárse le para tocarle: ‘No me toques, pues todavía no he subido a mi Padre’ (Jo. 20, 17); es decir, no quiero que busques mi presencia corporal ni que me reconozcas con los sentidos carnales; te emplazo para mayores cosas, te destino a bienes superiores. Cuando suba a mi Padre me palparás más real y verdaderamente, tocando lo que no palpes y creyendo lo que no veas” (6).

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En la Eucaristía, Jesús está realmente entre nosotros bajo los velos de las Sagradas Especies.

Fortalecimiento de la fé

Santo Tomás de Aquino demuestra que Jesucristo, privándonos de su presencia corporal, se volvió todavía más útil a nuestra vida espiritual.

Primero, por el aumento de la fe, que recae en las cosas que no se ven. Por lo cual dice el mismo Señor en Jn 16,8 que cuando venga el Espíritu Santo ‘convencerá al mundo en lo referente a la justicia’, a saber: ‘la de aquellos que creen’, como dice Agustín: ‘porque la sola comparación de los fieles con los infieles es una censura’. Por lo cual añade (v.10): ‘Porque voy al Padre, y ya no me veréis; bienaventurados, pues, los que no ven y creen. Y así nuestra justicia será aquella de la que el mundo será convencido: porque creéis en mí, a quien no veréis'” (7).

Al respecto, san Gregorio Magno expresa su convicción: “Menos me aprovecha la facilidad de María Magdalena en creer que Tomás dudando por mucho tiempo, porque éste exigió en medio de sus dudas tocar las cicatrices de esas llagas, con lo cual nos quitó todo pretexto de vacilación” (8).

Aumento de la esperanza

En segundo lugar, “para mantener erguida nuestra esperanza” , pues, “por el hecho de haber situado Cristo en el cielo la naturaleza que tomó, nos dio la esperanza de llegar allí, porque ‘donde estuviere el cuerpo, allí se reunirán también las águilas’, como se dice en Mateo. Por eso dice también el libro de Miqueas: ‘Sube, abriendo el camino delante de ellos'” (9).

Ardor de la caridad

Una tercera razón –todavía según santo Tomás– hace a la Ascensión más beneficiosa que la presencia física de Nuestro Señor, y atañe a la caridad. En la serie del mismo asunto en la Suma, el Doctor Angélico cita a S. Pablo a fin de mostrar las ventajas para esta virtud: “Dice el Apóstol en Col 3,1-2: ‘Buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra’. Pues, como se lee en Mateo 6,21: ‘Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón’ ” 10. Y después de discurrir sobre el amor en cuanto propiedad del Espíritu Santo y acerca de la gran necesidad que los apóstoles tenían de él, concluye con esta cita de san Agustín: “No podéis recibir el Espíritu Santo, mientras persistáis en conocer a Cristo en la carne. Pero, cuando Cristo se apartó corporalmente, no sólo el Espíritu Santo, sino también el Padre y el Hijo vinieron a ellos espiritualmente” (11).

 

III – El relato de san Lucas

Las consideraciones precedentes facilitarán el análisis del texto del Evangelio de hoy.

Omnipotencia y sabiduría de Dios en la conducción de la Historia

46 Así estaba escrito: el Mesías debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día.

Estas palabras del Divino Redentor antes de subir al Cielo no estaban dirigidas tan sólo a los apóstoles, sino a todos los que él llama para cumplir alguna misión entre las almas. Son palabras que tienen cierto orden y concatenación, y así se las debe entender.

Una vez más la Escritura Sagrada deja traslucir la omnipotencia y la suma sabiduría de Dios en la conducción de la Historia. Ocurrió porque estaba escrito, y, a su vez, fue predicho y anunciado porque así debía ocurrir, por una determinación perfectísima y suprema de Dios. Este versículo nos convida a un momento de meditación y admiración.

Contemplemos los excelsos designios del Ser Supremo que todo lo regula de manera insuperable, aprovechando para su gloria no sólo la virtud de los buenos sino la misma malicia y odio de los malos, la voluntad enferma de los tibios, la volubilidad de los indecisos, la voluptuosidad de los pasionales, la ceguera de los orgullosos y el delirio incontenible de los tiranos. Nada deja de contribuir a su honra, alabanza y gloria; de todo saca provecho con tanto equilibrio que nunca produce el menor perjuicio al libre albedrío de unos y otros.

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Adoremos a la Providencia Divina y presentémosle nuestra gratitud, como también nuestra reparación por todas las ofensas que suben hasta su trono a cada momento. Así seremos del número de los buenos y Dios se servirá de nuestra disposición de alma y de nuestros actos para su mayor gloria. Y pidámosle por intermedio de su Madre Santísima que jamás pertenezcamos al partido de los malos, que viven con el objetivo de disputar el poder de Dios. ¿De qué les vale atribuirse capacidades inexistentes o incluso reales, cuando éstas absolutamente no les pertenecen, porque se las concedió el mismo Ser al que pretenden destronar? ¿Qué provecho sacan con dar rienda suelta a sus pasiones y malos instintos para perseguir la virtud y a quien la practica?

Fue tan estúpida y contraproducente la actuación de los demonios y de los malos judíos en todo el drama de la Pasión, que si hubieran conocido con anterioridad sus efectos –es decir, la obra de la Redención– no habrían deseado ni contribuido jamás a su realización.

De todos estos actos y situaciones Dios sabrá sacar los elementos para su gloria. Pero el destino será para unos la felicidad del Cielo y para otros el suplicio eterno.

 

Metanoia: esencia de la conversión

47 Y en su Nombre debía predicarse la penitencia para el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén.

Antes de subir al Cielo, el Redentor no les hace ninguna recomendación política ni mucho menos insinúa algo en el sentido de reconquistar el poder de Israel. Al contrario, sus palabras apuntan a una actuación estrictamente moral, religiosa y penitencial en nombre de Dios.

Tal conversión, cuya esencia es el cambio de mentalidad ( metanoia ), había sido ya intensamente estimulada por el Precursor. Juan Bautista se presentó como la voz que clamaba en el desierto a fin de que todos allanaran los caminos para la llegada del Señor. Este legado es el mismo del Redentor a los suyos antes de la Ascensión. El cambio de los criterios equivocados por los verdaderos es indispensable para una conversión real. Saulo la realizó en un solo instante, al caer del caballo, e incluso así pasó por un retiro de tres años en el desierto para hacerla irreversible, como también profunda y eficaz. Comúnmente esta sustitución se realiza de manera lenta, tras el destello de un como “flash” primero, mediante el cual, por gracia del Espíritu Santo, el alma se percata de la belleza de los caminos sobrenaturales y decide emprenderlos con decidida firmeza. Sin esta conversión el Misterio de la Redención es prácticamente inútil en nosotros y el Evangelio no sirve para nada. De forma explícita o implícita –dada nuestra naturaleza racional– la actuación de nuestra inteligencia y voluntad arranca de principios y máximas que sirven de norte a las potencias de nuestra alma. Es ésta la fuente sobre la cual se concentra el esfuerzo de la conversión. Se trata, en síntesis, de reemplazar el amor propio –manifestado en el apego a las criaturas– con el amor a Dios.

Desde el interior de esta visión perfecta sobre la rectitud de la práctica de la Ley de Dios, y de su santidad, brota el pedido eficaz de perdón por los pecados. Es el contraste que permite al penitente una conciencia plena de la gran misericordia anunciada por Jesús antes de su partida al Cielo. Ni los ángeles rebeldes ni los hombres muertos en pecado recibieron esta dádiva inconmensurable. Y en este momento nos la ofreció el propio Hijo de Dios.

Partiendo en Jerusalén desde el Sagrado Costado de Cristo, la Iglesia nace predicando allá, y luego en todo el mundo, la Buena Noticia del Evangelio. Lo había profetizado el Antiguo Testamento, y lo ordenó entonces el propio Jesucristo.

 

El testimonio de los apóstoles robustece nuestra fe

48 Vosotros sois testigos de todo esto.

Sí. Nuestra fe se robustece con la comprobación ocular de los apóstoles, de los setenta y dos discípulos y de muchos otros por quienes se dejó ver el Salvador después de la Resurrección. ¿Qué ventajas humanas, temporales o eternas, obtendrían al sellar con su propia sangre hechos que representaban un escarnio para sus compatriotas y una locura para los gentiles? Es un argumento irrefutable a favor de la objetividad de los relatos que hicieron.

 

Papel de la espera hasta la venida del Espíritu Santo

49 Yo enviaré sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por tanto, quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos con la fuerza que viene de lo alto.

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Debemos creer con los apóstoles que Cristo, por su Ascensión, nos preparó el camino para subir al Cielo

Se trata de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, la que Jesús enviará según la promesa hecha por el Padre, es decir, “la fuerza que viene de lo alto”. El Espíritu Santo, que procede del amor entre el Padre y el Hijo, descenderá sobre ellos a fin de sumergirlos, empaparlos y revestirlos, para que con esta transformación cumplan su misión como testigos. Los apóstoles “van a ser preparados con la gran fuerza renovadora y fortalecedora de Pentecostés. Van a recibir el Espíritu Santo, de cuyo envío y obras tanto habló Juan en los discursos de la Cena” (12).

La orden de no dejar Jerusalén bajo ningún pretexto tenía como objetivo la espera del Pentecostés para que comenzaran a predicar. Ellos entendieron que este período debían pasarlo en recogimiento, la circunstancia en que Dios actúa más profundamente.

San Juan Crisóstomo comenta al respecto: “Para que no dijesen algunos que abandonando a los suyos había ido a manifestarse –y aún con cierta ostentación, a alardearse– ante los extraños, ordenó que se diesen a conocer las pruebas de su resurrección primeramente a los mismos que habían matado a Jesús y en donde se sometió el temerario atentado; porque si los que habían crucificado al Señor mostraban que creían, se tendría una gran prueba de la resurrección” (13).

Por otro lado, prosigue san Juan Crisóstomo, “así como en un ejército que se dispone a atacar al enemigo, el general no permite salir a nadie hasta que todos estén armados, así Jesús no permite que sus Apóstoles salgan a pelear, hasta que sean armados con la venida del Espíritu Santo” (14).

¿Y por qué razón el Espíritu Santo no bajó sobre los apóstoles de inmediato? “Convenía que nuestra naturaleza se presentase en cielo y que se realizasen las alianzas, y que después viniera el Espíritu Santo y se celebrasen los eternos gozos”, opina Teofilacto (15).

 

La última bendición de Jesús llega hasta nosotros

50 Después Jesús los llevó hasta cerca de Betania y, elevando sus manos, los bendijo.

“El acto de levantar las manos y bendecirlos, significa que el que bendice debe estar adornado de buenas y heroicas obras, para bien de los demás; por esto levantó las manos al cielo” , comenta Orígenes (16).

Jesús procede como los sacerdotes de la Antigua Ley en este gesto de bendición. El sacerdocio de Cristo tuvo su inicio con el momento mismo de la Encarnación (cfr. Heb 10,5-10), pero aunque tuvo un principio jamás terminará, ya que es sacerdote in æternum. La dignidad, acción, virtudes y frutos sacerdotales del sacrificio de Cristo estarán frente al Padre eterno eternamente; por esto mismo, su bendición de aquel momento nos alcanza también a nosotros. Sepamos aprovecharla al contemplar este último adiós manifestado por Jesús en lo alto del Monte de los Olivos.

 

Jesús nos preparó el camino para subir al Cielo

51 Y mientras los bendecía, se separó de ellos y se iba elevando al Cielo.

Grandiosa escena y acontecimiento inédito. Elías subió también, pero arrebatado en un carro de fuego y no por sus propias fuerzas. Cristo, en cambio, “sube al cielo por su propia virtud, ante todo por la virtud divina, y luego por la virtud del alma glorificada, que mueve el cuerpo como quiere” 17. Los apóstoles y discípulos lo habían visto ya caminar sobre las aguas, entrar en el cenáculo con las puertas cerradas, escapar en medio de la multitud, pero no todavía elevarse al Cielo. No ignoraban a dónde partía el Señor; habían escuchado de los labios del propio Maestro cuál sería su destino. Y debemos creer con los apóstoles que Jesús, por su Ascensión, “nos preparó el camino para subir al cielo, como lo dijo él mismo en Jn 14,2: ‘Voy a prepararos el lugar’. Y en Miqueas: ‘Sube abriendo camino ante ellos’ (2,13). Y, por ser él nuestra cabeza, es necesario que los miembros vayan a donde les ha precedido la cabeza, por lo cual añade el Evangelio de S. Juan: ‘Para que donde estoy, allí estéis vosotros”” (18).

 

La fuente de la verdadera alegría

52 Ellos le adoraron, y volvieron a Jerusalén llenos de inmensa alegría.

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Adoremos a la Providencia Divina y presentémosle nuestra gratitud, como también nuestra reparación por todas las ofensas que suben hasta su trono a cada momento.

El gesto de prosternación ante Jesús en su Ascensión significa un reconocimiento pleno de su majestad. Ya Pedro había obrado así con motivo de la pesca milagrosa (cf. Lc 5, 8 ss).

Desde el Monte de los Olivos hasta Jerusalén sólo se camina la distancia de un viaje en día sábado. Este trayecto fue realizado por los apóstoles con “inmensa alegría” , y es comprensible.

Este mismo júbilo los acompañará al salir de los tribunales en que habían sido condenados por predicar el nombre de Jesús. Los apóstoles han aprendido –y nos lo enseñan– dónde están las verdaderas fuentes de alegría: en el cumplimiento de la voluntad de Dios que, a  veces, se hace a través del corto camino de la cruz.

 

 

Vínculo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento

53 Y estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios.

Así como había empezado su Evangelio con los oficios de Zacarías en el Templo, san Lucas termina aludiendo a la frecuencia asidua de los apóstoles en todos los actos del culto practicado por la Antigua Ley. La Santa Iglesia no se separó de la Sinagoga de forma abrupta y violenta. El Templo estaba íntimamente ligado a la vida de Jesús, y quienes iban a recibir el Espíritu Santo se preparaban con humildad, veneración y piedad yendo a rezar en la casa de oración, desde la que el Maestro había expulsado dos veces a los vendedores. Ellos veían el Templo desde un ángulo muy distinto al de sus compatriotas. El mirador de los apóstoles era uno de los legados del Hijo de Dios, es decir, su propia mirada.

María vivía en oración continua

Una palabra sobre María. Ciertamente intercedió junto a Dios para inspirarlos a quedarse en el cenáculo en oración. En ella, la medida de su humildad era la misma de su fe, virginidad y grandeza. Estaba rezando al pie de la Cruz en el Calvario; ahora la encontramos en profundo recogimiento. Después que el Espíritu Santo hubo descendido, la Escritura no la mencionará más, y probablemente vivió el resto de sus años en intensa oración, constituyéndose como modelo insuperable de la mujer cristiana.

Que ella nos obtenga todas las gracias para seguir sus caminos y virtudes.

1 S. Agustín, Serm. 263, I: PL 38, 1209.
2 S. Agustín, Serm. 264, 4: PL 38, 1214.
3 S. León Magno, Serm. 72 c. 3: PL 38, 396.
4 Sto. Tomás de Aquino, “Suma Teológica” III q. 57 a.1
5 Id. ibid., ad 2.
6 Sermón 74 in “Sermones escogidos”, Ed. ASPAS, Madrid, p. 139 .
7 “Suma Teológica” III q. 57 a.1 ad 3.
8 Homilía 29.
9 “Suma Teológica” III a.1 ad 3 .
10 Id., a.1 ad 3.
11 In Jo. Tr. 94: PL 35, 1864.
12 P. Manuel de Tuya o.p., “Biblia Comentada”, BAC, 1964, v. II p. 934.
13 Apud Sto. Tomás de Aquino in “Catena Aurea”.
14 Ibid.
15 Ibid.
16 Ibid.
17 “Suma Teológica” III q.57 a.3 c.
18 Id., III q.57 a.6 c.

(Revista Heraldos del Evangelio, Mayo/2007, n. 46, pag. 12 a 19)