por Hna. Ariane Heringer Tavares, EP

Queriendo ir más allá en la reparación del ultraje cometido, los ángeles fieles presentaron al Señor un extraordinario acto de vasallaje: se pusieron también a las órdenes de los que constituyen la bendita descendencia de María Santísima.

 

Díptico de la Anunciación – Museo de
Bellas Artes de Dijon (Francia)

El universo está muy bien ordenado en todos sus aspectos. Nos causa admiración la belleza y simbolismo de los seres inanimados, la indecible variedad de animales y vegetales, pero nos encanta de modo especial contemplar a las criaturas dotadas de inteligencia y voluntad: los ángeles y los hombres.

El primer día de la Creación

Remontémonos por unos instantes a los comienzos del tiempo, cuando Dios —si así nos podemos expresar— quiso ejecutar en seis días su magna obra: la Creación.

Nos narra el Génesis que, inmediatamente en el primero de ellos, “dijo Dios: ‘Exista la luz’ ” (1, 3), una luz que, conforme nos enseña San Agustín,1 corresponde a los ángeles, puros espíritus salidos como primicias de las manos del Creador.

Para nosotros, pobres mortales, es imposible que alcancemos con la mente el esplendor del mundo angélico, hecho efectivamente de luces, con colores y matices muy variados, donde cada uno busca no sólo servir a Dios, sino constituir una fiel representación suya para los demás.

¿Cómo sería la convivencia entre seres tan perfectos que no anhelaban otra cosa que la gloria de su Creador? Una vez más, para nosotros esto es algo muy difícil de excogitar…

Excelsa invitación de la Providencia

Incluso antes de gozar de la visión beatífica, los ángeles poseían, por su fulgurante inteligencia, un conocimiento altísimo de Dios, lo que les proporcionaba una completa felicidad.

Sin embargo, aún se encontraban en estado de prueba; y el magnífico orden en que vivían, salido con tanto esmero de las manos del Todopoderoso, fue manchado en cierto momento. Cuando les fue presentado el plan concebido por Dios para el resto de la Creación, un infame grito se hizo oír: “Non serviam!”. Era Lucifer junto con sus secuaces que se declararon en rebeldía.

Ante la invitación ad maiora que les había sido hecha por Dios, cuya aceptación los llevaría a la plena realización de sus misiones, las miríadas celestiales se dividieron. Inmediata fue la réplica de San Miguel, la cual resonó en el Cielo convocando para la lucha a todos los espíritus fieles: “Quis ut Deus? Quis ut Virgo?”.

Empezó en ese instante, conforme lo describe San Juan, una gran batalla en el Cielo: “Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles. Y no prevaleció y no quedó lugar para ellos en el Cielo” (Ap 12, 7-8). Fue arrastrada al abismo “una tercera parte de las estrellas del Cielo” (Ap 12, 4).

Díptico de la Anunciación – Museo de
Bellas Artes de Dijon (Francia)

¿Qué excelsa invitación era esa, capaz de obrar tan enorme e inmediata división entre ángeles buenos y ángeles malos?

Era voluntad de la Providencia que los espíritus celestiales se sujetaran al gobierno de un Dios que se haría hombre. Les tocaba adorarlo y aceptar la condición de siervos suyos y no sólo de Él, sino también de su Madre Santísima, llamada a ser Señora y Reina de los ángeles. El Altísimo les pedía un supremo acto de sumisión que los conduciría al perfecto amor a los insondables designios divinos, y así fue como procedieron los ángeles buenos.

Un extraordinario acto de vasallaje

Tras el repugnante acto de orgullo de Satanás y sus seguidores y su expulsión del Paraíso celestial, bien podemos imaginar la magnífica ceremonia realizada por los ángeles, en la cual ciertamente resonaría una bellísima sinfonía de “fiats” y de alabanzas a Dios y a María Santísima.

¡Con qué presteza no debe haberse acercado el arcángel San Gabriel al trono del Altísimo, a fin de mostrar su adoración al Dios encarnado y proclamarse siervo de aquella que sería su Reina! Y así, después de que los ángeles de las jerarquías celestiales más altas manifestaran su admiración y sumisión, todos los espíritus fieles se prostraron uno a uno a los pies del Señor, reverenciando sus designios y alabando su suprema sabiduría.

No obstante, al querer ir más allá en la reparación del ultraje cometido, los ángeles fieles le rindieron al Señor un extraordinario acto de vasallaje, quizá el más grande de la Historia, poniéndose también a las órdenes de los que constituyen la bendita descendencia de María Santísima.

La afirmación puede parecer osada, pero, de hecho, forma parte de la misión de los príncipes de las milicias celestiales obedecer las órdenes de simples hombres. Muchas veces dependen de nuestros deseos y de nuestras acciones para que Dios les permita intervenir en los acontecimientos.

“Envía un ángel bueno delante de nosotros…”

Un bonito ejemplo de esa realidad nos ha sido dado contemplarlo en el Libro de los Macabeos, cuando Judas y sus compañeros esperaban el inicio de una batalla decisiva, cuya victoria sólo podrían obtener mediante el auxilio del Cielo.

Detalle de la predela de l a
iglesia de Santo Domingo de Fiesole (Italia),
por Fra Angélico.

El ejército de Nicanor, su enemigo, ya marchaba contra ellos en orden de batalla con toda suerte de armas de guerra, caballería dispuesta en flancos y, sumado a eso, un incontable número de elefantes. Entonces, Judas Macabeo, “al observar el despliegue de las tropas, la variedad de las armas preparadas y el fiero aspecto de los elefantes, levantó las manos al cielo e invocó al Señor que hace prodigios, pues bien sabía que, no por las armas, sino según su decisión, concede Él la victoria a los que la merecen” (2 Mac 15, 21).

Para implorar el divino socorro del Cielo hizo la siguiente invocación: “Tú, Soberano, enviaste tu ángel a Ezequías, rey de Judá, que dio muerte a cerca de ciento ochenta y cinco mil hombres del ejército de Senaquerib; ahora también, Señor de los Cielos, envía un ángel bueno delante de nosotros para infundirles temor y espanto. ¡Que el poder de tu brazo hiera a los que, blasfemando, han venido a atacar a tu pueblo santo!” (2 Mac 15, 22-24).

El relato del libro sagrado concluye que, mientras que las tropas de Nicanor avanzaban al son de trompetas y cantos de guerra, “los hombres de Judas entablaron combate con el enemigo entre invocaciones y plegarias. Combatían con sus manos, pero oraban a Dios en su corazón; así abatieron no menos de treinta y cinco mil hombres, rebosando de alegría por la intervención manifiesta de Dios” (2 Mac 15, 26-27).

Unión entre el Cielo y la tierra

Ahora bien, si los santos ángeles, aun siendo tan superiores a los hombres en inteligencia, poder y naturaleza, se ponen a nuestro servicio, ¿no deberíamos estar nosotros con la mirada siempre puesta en ellos, implorando constantemente su auxilio? Si ellos nos ayudan por orden de Dios, ¿no nos correspondería someternos a ellos de libre y espontánea voluntad?

A eso nos ha invitado numerosas veces nuestro fundador, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, que en una de sus homilías afirmaba: “Para mí, esa es la sustancia de un heraldo del Evangelio. Un heraldo del Evangelio íntegro es aquel que tiene su primera atención fijada en el mundo angélico, en el mundo sobrenatural, en el mundo celestial y, por tanto, en una realidad más sustanciosa, más rica que esta en la que vivimos”.2

En efecto, nosotros no formamos un universo separado de esos seres gloriosos, porque “no son cuatro las sociedades, a saber, dos de ángeles y dos de hombres, sino dos las ciudades, o sea, dos las sociedades, fundadas una entre los buenos y otra entre los malos, sean ángeles u hombres”.3 Dios quiere que con nuestras oraciones solidifiquemos esa unión entre el Cielo y la tierra, entre los ángeles y los hombres, de una forma como nunca ha habido hasta nuestros días.

¿Estamos nosotros ansiosos por su intervención?

Acción de gracias durante la Santa Misa en la
basílica de Nuestra Señora del Rosario

San Luis María Grignion de Montfort afirma que en los últimos tiempos “el Altísimo, con su Santísima Madre, deben formar para sí grandes santos, que sobrepasarán tanto en santidad a la mayor parte de los otros santos, como los cedros del Líbano exceden a los pequeños arbustos”.4 Sustenta también el autor del Tratado de la verdadera devoción que, con vistas a la implantación de Reino de María, esas almas, “llenas de gracia y de celo, serán escogidas para oponerse a los enemigos de Dios, que bramarán por todas partes”.5

¿Cómo será posible sustentar tan reñida pelea contra enemigos más terribles y numerosos que los de otrora, si no somos fortalecidos por los espíritus celestiales? ¿Cómo siendo nosotros ya no “pequeños arbustos” sino menos que grama podremos alcanzar una santidad del porte de un roble?

Convirtiéndonos en verdaderos esclavos de amor de Nuestro Señor Jesucristo, por las manos de María Santísima, como San Luis enseña en su Tratado, sin duda. Pero sabiendo recurrir también a los ángeles, súbditos e hijos de la Virgen. Es seguro que ellos suspiran por nuestras oraciones… ¿Estamos nosotros ansiosos por su intervención?

Unidos a los espíritus celestiales y confiados a la Reina de los ángeles, podremos atravesar las tinieblas de este mundo en el cual reina el pecado, “donde casi todo es corrupción, inmoralidad, terror”, y decir: “¡Oíd la gran noticia! Los hijos de Nuestra Señora van multiplicándose por el mundo. Se acabó la época en que sólo el vicio tenía el valor de existir. Huid tinieblas, ¡el sol del Reino de María está empezando a levantarse!”.6

1 Cf. SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XI, c. 9. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI, pp. 728-731.

2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Homilía. São Paulo, 29/9/2009.

3 SAN AGUSTÍN, op. cit., L. XII, c. 1, p. 791.

4 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.º 47. In: OEuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, pp. 512-513.

5 Ídem, n.º 48, p. 513.

6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Arautos e escravos de Maria. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XVI. N.º 188 (Noviembre, 2013); p. 12.