“El mayor de los hombres del Nuevo Testamento fue San José, esposo de la Virgen María. Y a esta honra no hay grandeza que se le pueda comparar.” (Plinio Corrêa de Oliveira, 1/10/1992, conversa)

 Hna. Clara Isabel Morazzani, EP.

Hay ciertos hombres a lo largo de la Historia cuya grandeza ultrapasa cualquier leyenda y agota incluso la imaginación más fértil.

Dios concedió a San José todas las gracias ya desde su infancia: piedad, virginidad, prudencia, perfecta fidelidad …

Hombres que parecen ser objeto de una especial predilección de un Dios complacido en adornar cuidadosamente sus almas con el brillo de las virtudes y de rarísimos dones. Hombres predestinados desde el nacimiento, cuya vida se desarrolla entre aventuras extraordinarias y asombrosas que favorecen el desempeño de su misión, o bien se levantan como escollos infranqueables, dando motivo a peripecias de confianza y audacia que hacen a sus personas todavía más admirables.

El Antiguo Testamento ofrece a cada paso narraciones de este género.

Nos arrebata el poder de Moisés, que con el simple gesto de levantar su bastón dividió las aguas del mar en dos gigantescas murallas líquidas; o la serena autoridad de Josué, que no titubeó en dar órdenes al sol para que detuviera su curso. Más adelante impresiona la fuerza de Sansón, que cargó en sus hombros las puertas de Gaza, o el celo abrasador del profeta Elías, que hizo cesar la lluvia durante tres años. A todos, la Providencia Divina les concedió el dominio sobre la naturaleza, esa fe que mueve montañas y las hace saltar como cabritos…Tales prodigios acentuaban el poder justiciero del Creador y, sobre todo, querían educar a una humanidad manchada con el pecado original y sobre la que aún no se habían derramado los beneficios de la Redención.

Una nueva economía de la gracia

Llegada la plenitud de los tiempos, las manifestaciones de la omnipotencia divina, lejos de menguar, alcanzaron un apogeo de profundidad y esplendor.

Pero en el Nuevo Testamento la grandeza muchas veces se esconde bajo el velo de una existencia humana común, algo que Dios permite para aumentar nuestros méritos y a crisolar nuestra fe.

El ejemplo paradigmático de esta nueva economía de la gracia lo ofrece un varón cuya vida transcurrió en la humildad y el silencio, pero que mereció oír de los labios del Hombre-Dios el dulce nombre de padre! Sin duda que Moisés, separando el mar en dos mitades, o Josué, haciendo detenerse el sol, dejaron una huella imborrable en las futuras generaciones. Pero, ¿qué es haber sujetado los elementos de la naturaleza, seres inanimados, comparado al honor supremo de ser obedecido por Aquel de quien canta el salmista: “Más que los bramidos de las aguas tumultuosas, más que los furores del mar, es magnífico el Señor en las alturas” (Sal 93, 4), y al que más tarde vio Malaquías cuando dijo: “Para vosotros, los que teméis mi Nombre, se alzará un sol de justicia que traerá en sus alas la salud”(Mal3, 20)? ¿Qué significa haber cargado las puertas de Gaza en comparación a la gloria de estrechar en los brazos al que dijo de sí mismo: “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7)? ¿Cabe alguna comparación entre el profeta que detuvo la lluvia y el patriarca cuyas oraciones hicieron “que las nubes derramen la justicia” (cf. Is 45, 8)?

En todas las obligaciones que, como padre, le correspondían, San José practicó de forma excelsa la virtud de la fortaleza.

Una de las vocaciones más altas de la Historia

San José, el hombre justo por excelencia, glorioso esposo de María y padre legal del Hijo de Dios, es seguramente uno de los santos más venerados por la piedad popular; y, sin embargo, las referencias casi exclusivas que se hacen de él son “el carpintero de Nazaret” o “el patrono de los trabajadores”, títulos muy legítimos, por supuesto, pero también muy lejanos a expresar la santidad culminante que Dios quiso concederle. San José no será nunca debidamente conocido y venerado si nosotros, repitiendo en nuestra época la triste ceguera de los habitantes de Nazaret, lo consideramos solamente como el pobre carpintero de Galilea. Para no ser culpables de un error que bien cabría denominar “calumnia hagiográfica”, procuremos analizar la verdad sobre este varón destinado a una de las vocaciones más altas de Historia.

 Dios siempre elige lo más hermoso

Dios Todopoderoso –para el que “nada es imposible” (Lc 1, 37) y que todo lo gobierna con sabiduría infinita– posee lo que pudiéramos llamar “su única limitante”: al crear no puede hacer nada que no sea bello y perfecto, o que no se destine a su gloria. Cuando determinó la Encarnación del Verbo desde la eternidad, el Padre quiso que la llegada de su Hijo al mundo estuviera revestida con la suprema pulcritud que conviene a Dios, no obstante los aspectos de pobreza y humildad a través de los cuales habría de mostrarse. Dispuso que naciera de una Virgen, concebida a su vez sin pecado original y reuniendo en sí misma las alegrías de la maternidad y la flor de la virginidad. Pero, para completar el cuadro, se imponía la presencia de alguien capaz de proyectar en la tierra la “sombra del Padre”. Fue la misión que Dios destinó a san José, el que bien merece las palabras dichas por la Escritura sobre su ancestro David: “El Señor se ha buscado un hombre según su corazón” (1 Sam13, 14).

 Varón justo por excelencia

 

Dios concedió a San José todas las gracias ya desde su infancia: piedad, virginidad, prudencia, perfecta fidelidad …

Tomando en cuenta el axioma latino nemo summus fit repente (“nada grande se hace de repente”) y aquella certera frase de Napoleón, “la educación de un niño empieza cien años antes de nacer”, es probable que en vista de su misión y de su rol como educador del Niño Dios, José haya sido santificado en el claustro materno al igual que san Juan Bautista en el vientre de santa Isabel; una tesis defendida por muchos autores y que puede sintetizarse en las palabras de san Bernardino de Siena: “Siempre que la gracia divina elige a alguien para un favor especial o para algún estado elevado, le concede todos los dones necesarios para su misión; dones que lo adornan abundantemente”.

El Evangelio traza la alabanza de José en una sola y breve frase: era justo. Tal elogio, a primera vista de un laconismo desconcertante, no es nada mediocre. El adjetivo “justo”, en lenguaje bíblico, designa la reunión de todas las virtudes. El Antiguo Testamento llama justo al mismo que la Iglesia concede el título de santo: justicia y santidad expresan la misma realidad.

El mismo silencio de las Escrituras a su respecto revela una faceta primordial de su perfección: la contemplación. San José es el modelo del alma contemplativa, más ansiosa de pensar que de actuar, aunque su oficio de carpintero le hiciera consagrar bastante tiempo al trabajo. Vemos realizada en él la enseñanza de santo Tomás: la contemplación es superior a la acción, pero más perfecta es la unión de una y otra en una misma persona.

Al serrar la madera, fabricar un mueble o un arado, José conservaba siempre su espíritu orientado al aspecto más sublime de las cosas, considerándolo todo bajo el prisma de Dios. Sus gestos reflejaban la seriedad y la altísima intención con que siempre actuaba, y esto contribuía a la excelencia de los trabajos ejecutados.

Su humilde condición de trabajador manual no le quitaba su nobleza, antes bien, reunía admirablemente ambas clases sociales. Como legítimo heredero del trono de David, mostraba en su porte y semblante la distinción y donaire propios de un príncipe, pero a ellos añadía una alegre sencillez de carácter. Más que la nobleza de la sangre, le importaba aquella otra que se alcanza con el brillo de la virtud; y esta última la poseía ampliamente.

Sin embargo, la Providencia lo destinaba al honor más alto que pueda recibir una criatura concebida en pecado original, colocándole en desproporción con el resto de los hombres. San Gregorio Nacianceno dice: “El Señor conjugó en José, como en un sol, todo cuanto los demás santos reunidos tienen de luz y esplendor”.

Todas las glorias se acumulaban en este varón incomparable,cuya existencia terrena avanzó en una sublimidad ignorada por sus conocidos y compatriotas, en silencio y oscuridad casi totales.

 Admirable consonancia entre dos almas vírgenes

En el Antiguo Testamento la virginidad no gozaba del prestigio que llegó a disfrutar en la era cristiana; muy al contrario, el que no formaba familia o estaba impedido de tener hijos era considerado un maldito de Dios. “La espera del Mesías dominaba los espíritus a tal grado, que despreciar el matrimonio equivalía a una deshonrosa negativa de cooperar en la venida de Aquel que debía restaurar el reino de Israel” 1. De acuerdo a la opinión generalizada, José, llevado por una especial moción del Espíritu Santo, tomó la decisión de permanecer virgen toda la vida, pero, evitando individualizarse al contrariar las costumbres de su tiempo, se resignó a tomar esposa convencido de que el mismo Señor que había inspirado el buen propósito, lo ayudaría a llevarlo a cabo.

Así fue como, cediendo a las exigencias sociales, decidió pedir la mano de María, a la cual probablemente conocía dado que ambos pertenecían a la misma tribu y habitaban en la misma aldea. Todo indica que para entonces los padres de María habían fallecido y ella vivía bajo la tutela de algún pariente. Sin consultarla opinión de la joven, su tutor simplemente le comunicó que había aceptado la petición de un pretendiente para convertirse en su marido.

Se sabe que María había consagrado su virginidad al Señor desde la infancia.

No obstante, acostumbrada a obedecer, se inclinó ante la decisión de sus parientes tomándola como manifiesta voluntad de la Providencia.

Si algún recelo guardaba todavía, debió disiparse al saber que el elegido era José, el noble descendiente de la estirpe de David, en cuya alma había visto, con su aguzado don de discernimiento, las altísimas cualidades puestas por Dios.

María necesitaba dar a conocer a su novio el voto de virginidad antes de las nupcias; en caso contrario el enlace sería nulo. Lo hizo de forma seria y decidida, hablando con toda la sinceridad de su inocente corazón. José pensó estar oyendo una voz del Cielo y reconoció, emocionado, la mano de la Providencia atendiendo sus plegarias. Es imposible hacerse una idea del grado de concordia entre estas dos almas cuando se revelaron mutuamente sus más íntimos misterios. Desde aquel instante José se transformó en modelo perfecto del devoto de María Santísima.

Cabe pensar que desde ese primer encuentro, la gracia lo tocó de manera especial y lo hizo consagrarse como esclavo de amor a quien, más que esposa, ya consideraba Señora y Reina.

Proporcional con Jesús y María

El contrato matrimonial debía pactarse entre ambas familias.

Un punto al que se solía dar una escrupulosa importancia, sobre todo entre personas de noble linaje, era la igualdad de condiciones. Tanto María como José eran de la tribu de Judá y descendientes de David. Sin embargo, sobre ese matrimonio, más que cualquier requisito social, se cernía un designio divino. Para el cumplimiento de la voluntad del Altísimo, el esposo debía guardar proporción con la esposa, el padre con el hijo, a fin de sustentar con toda dignidad el honor de ser padre adoptivo de Dios. Y hubo un solo hombre creado y preparado para tal misión, con toda la altura para ejercerla: san José. Él era proporcional a Jesucristo y a María Santísima.

Matrimonio de Nuestra Señora y San José

Para hacernos una idea exacta sobre la magnitud de su personalidad, debemos imaginarlo como una versión masculina de la Virgen María, el hombre dotado con la sabiduría, fortaleza y pureza necesarias para gobernar a las dos criaturas más excelsas que hayan salido de manos de Dios: la Humanidad santísima de Nuestro Señor y la Reina de ángeles y hombres.

En Israel los desposorios equivalían jurídicamente al matrimonio moderno.

A partir de dicha ceremonia –en la que el novio colocaba un anillo de oro en el dedo de su prometida diciendo: “Este es el anillo por el cual tú te unes a mí delante de Dios, según el rito de Moisés”– ambos pasaban a tener posesión mutua e irrevocable uno de otro, y a partir de entonces se consideraban esposos. No obstante, la cohabitación se retrasaba por un año, generalmente, para que la esposa tuviera tiempo de completar el ajuar y el marido de preparar la casa.

María y José, fieles cumplidores de la Ley, se atuvieron a todas estas formalidades.

Pero un secreto divino cubría su caso concreto, secreto que ninguno de los testigos del acto –parientes y amigos– llegó a sospechar. Ahí estaban “dos almas vírgenes que se prometían fidelidad mutua, fidelidad consistente en que ambos guardarían la virginidad” (2).

 Mientras más sufre una persona, más digna de amor se hace

En el intervalo entre los desposorios y las bodas, María recibió la embajada del Arcángel Gabriel. El Evangelio de Mateo lo deja claro al afirmar: “Cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18). Sería superfluo extenderse en detalles sobre la Anunciación y la Encarnación del Verbo, episodios de sobra conocidos y comentados.

Hay un solo punto que debe quedar muy claro: pocos días después del acontecimiento, María se dirigió apresuradamente a la pequeña aldea de las montañas de Judá en donde vivían sus primos, Zacarías e Isabel.

Gran parte de los comentaristas defiende la idea de que José acompañó a su esposa en el viaje de ida y, pasados tres meses, fue a buscarla. Esta opinión parece bien fundada, puesto que la juventud de María y las dificultades de un penoso trayecto eran razones más que suficientes para movilizar la solicitud de un esposo fiel y diligente como era el suyo.

Tras el regreso a Nazaret, no tardó en percibir las primeras señales de gravidez de su desposada. Al comienzo se rehusó a admitirlo, creyéndose víctima de imaginaciones.

Pero con el paso de los días ya no pudo dudar ante la realidad que le entraba por los ojos: María llevaba un niño en su seno.

Jamás hubo en San José duda al respecto de la Santidad de María

 

Fue el momento en que la tragedia se asomó en la vida de san José, mediante la prueba tal vez más terrible que una mera criatura humana haya enfrentado jamás, con la única excepción de María durante la Pasión de Cristo. Sin embargo, no era otra la voluntad del Niño que se formaba en las purísimas entrañas de la Virgen. Él quería que su nacimiento tuviera la impronta indeleble del dolor santamente aceptado, para enseñarnos que una persona, mientras más sufre, tanto más digna de amor se hace. Sometía a una dura prueba al mismo padre adoptivo que había elegido como imagen de su Padre celestial, dándole así la oportunidad de llevar su heroísmo hasta alturas inconcebibles. Al mismo tiempo, la virginidad de la Santísima Virgen se mostraba en su esplendor.

 El héroe de la fe

El desconcierto de José no consistía, como pensaron algunos Padres antiguos, en dudar de la fidelidad de su esposa. Esta conjetura golpea nuestra piedad, puesto que desmerece la perfección eminente alcanzada por el santo Patriarca y, además, Dios no permitiría que el honor virginal de María fuera herida por una sospecha en el espíritu de José. El texto del Auctor imperfecti expresa con hermosas palabras su postura frente al hecho: “¡Oh inestimable alabanza de María! San José creía más en la castidad de su esposa que en lo que veían sus ojos; más en la gracia que en la naturaleza. Veía claramente que su esposa era madre y no podía creer que fuese adúltera; creyó que era más posible a una mujer concebir sin varón que María pudiera pecar”(3).

En San José brilla de tal manera la llama de la caridad, un intenso amor a Dios, una vida interior admirable, que él se convirtió en objeto de las complacencias del propio Dios Encarnado

 

Su angustia se hacía más lacerante ante el resplandor de virtud en el rostro angelical de María. Por un lado, la evidencia le saltaba a los ojos y, por otro, consideraba impensable que esa criatura tan inocente hubiera cometido un pecado. Si la concepción de María era obra sobrenatural, ¿qué hacía él ahí? ¿No estaría ofendiendo a Dios al entrometerse en un misterio que le resultaba incomprensible y absolutamente divino? ¿No sería un intruso que obstaculizaba los planes de Dios? José no juzgó. Suspendió el juicio de la carne ante los inescrutables designios divinos. Sometió la razón humana a la fe inalterable y buscó una salida. Desde un comienzo descartó la idea de denunciarla, como lo exigía el Deuteronomio, tras lo cual la mujer debía sufrir la pena de lapidación. Una posibilidad que lo estremecía, convencido como estaba de la inocencia de María.

Existía también la opción del repudio: la Ley de Moisés permitía que el hombre expulsara a su mujer dándole el libelo de divorcio. Pero esta posibilidad le repelía, pues atentaría contra la reputación de la Virgen Santa. En una pequeña aldea donde todos se conocían, una actitud como ésa daría cabida a sospechassobre la conducta de María: ¿por qué motivo el marido la alejaba de repente? En el futuro, la Virgen llevaría siempre la marca de una mujer repudiada.

La solución encontrada por José no se hallaba en los libros de la Ley, pero salió de su corazón: “Resolvió abandonarla en secreto”(Mt 1, 19). Actuando así salvaguardaba la fama de su esposa, que sería vista como una pobre joven abandonada por la crueldad de un hombre sin palabra. Toda la culpare caería sobre él.

En este paso de su vida, José reveló el brillo rutilante de su noble alma, su sabiduría y su humildad llevadas al grado heroico.

Le podríamos dedicar las palabras de un autor francés: “El héroe es un gran corazón que se ignora, un alma grande que se olvida de sí misma. […] Todas las miserias de nuestra pobre naturaleza humana se concentran sobre ese egoísmo que convierte a cada uno encentro del universo. El héroe ha oto este círculo estrecho en donde todas las naturalezas, hasta las más dotadas, vegetan o languidecen. El “yo” que en algunos reina, en él permanece como esclavo la vida entera” (4).

Se olvidó por completo de sí mismo, prefiriendo desacreditarse ante la opinión pública antes que ver manchado el nombre de María.

Además, renunciaba a su propia felicidad: iba a dejar a María, el tesoro más grande dela tierra. Aquello era un sufrimiento inmenso, porque la vida con María representaba para él un verdadero Paraíso.

Había aprendido con ella lecciones excelsas de sabiduría y bondad en los gestos más simples; al contemplarla se sentía más cerca de Dios. ¡Ahora estaba obligado a sacrificar lo que más apreciaba en la vida! Sus días pasarían lejos, venerando un misterio que no había podido entender.

José maduró su decisión durante algunos días, decidido a llevarla acabo. Una brumosa noche sin luna encontró la ocasión favorable; preparó sus pobres pertenencias y se recostó para reunir fuerzas antes de la partida. Poco a poco, por una acción angelical, su corazón afligido se apaciguó, y se durmió profundamente.

Tal como sucedió con Abraham, el Señor había esperado el último momento para detener el golpe fatal. A mitad de la noche se apareció un ángel en sueños, anunciándole: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de todos sus pecados” (Mt 1, 20-21).

 “Los que siembran entre lágrimas, cosecharán con alegría” (Sal 125, 5)

Es imposible medir el regocijo de José al despertar. A poco de amanecer corrió al encuentro de su esposa. ¡Qué lleno se sentía de veneración y ternura, sentimientos que culminaban el ardoroso deseo de servirla! Ciertamente no dijonada a María, pero la alegre expresión de su semblante era más elocuente que las palabras.

De rodillas adoró a Dios en el seno virginal de su Madre, primer tabernáculo en el que se había dignado habitar sobre la tierra. Un Dios que era también su hijo. La frase del ángel era clara en manifestar la autoridad que sela había otorgado sobre el fruto de su esposa: “un hijo a quien pondrás el nombre de Jesús”.

 Paternidad nueva, única y especial

La paternidad de san José sobre Cristo ha sido un tema muy debatido por los autores. Los títulos se multiplican: padre legal, padre putativo, padre nutricio, padre adoptivo, padre virginal…

Cada uno define aspectos parciales e incompletos, sin expresar por completo la paternidad de este varón excepcional. El P. Bonifacio Llamera, o.p., parece haber llegado a una conclusión satisfactoria: “La paternidad de san José en lo relativo a Jesús es ciertamente distinta acualquier otra paternidad natural, ya sea física o adoptiva. Es verdadera paternidad, pero muy singular. Se trata de una paternidad nueva, única y especial, puesto que no procede de la generación según la naturaleza, sino quese funda en un vínculo moral totalmente real.

Presentación del Niño Jesús en el Templo, por Fray Angélico.

Tan real es esta paternidad singular, como verdadero es el vínculo matrimonial entre María y José. (…) “La paternidad de san José, tan admirable como difícil de expresar enuna palabra, se halla confirmada y explicada por los Santos Padres y autores de obras sobre el santo patriarca, los cuales concentraron en tres vínculos principales la sutil realidad que une a san José con Jesús: el derecho, que es conyugal; la virginidad y la autoridad que adornan el misterio de san José” (5).

En la encíclica Quamquam Pluries, el Papa León XIII afirmó: “Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; mas, porque entre la santísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro”“

 Una criatura dando consejos al Creador…

¿Cuántas veces tuvo en brazos san José al Divino Infante? El día entero viviendo con el Niño Jesús, observándolo rezar, hablar, hacer todos los actos de su vida común…

En esa contemplación continua, para la que tenía un alma maravillosamente apta, recibía gracias extraordinarias y se dejaba moldear. A veces, el Niño se detenía frente a él para decirle: “Te pido un consejo: ¿cómo debo hacer tal cosa?” San José se conmovía, considerando que quien estaba pidiéndole un consejo ¡era el propio Hijo de Dios! Era el hombre al que la Providencia había dado los labios suficientemente puros y una humildad lo bastante grande para algo tan formidable: responder a Dios.

¡La criatura plasmada por las manos del Creador le daba consejos! Era el predestinado a ejercer una verdadera autoridad sobre la Santísima Virgen y el Niño Jesús, el privilegiado que alcanzó una altísima intimidad con Jesús y María, el bienaventurado a quien se otorgó la gracia de expirar entre los brazos de Dios, su Hijo, y de la Madre de Dios, su Esposa!

“Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono” (Ap 3, 21)

“Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mt 19, 6).Si a lo largo de su existencia terrenal José fue el inseparable compañero de la Virgen María, compartiendo sus dolores y alegrías, es inconcebible que en la eternidad esa convivencia no haya llegado a su plenitud.

Pero, para que la vida en común sea perfecta, hace falta estar juntos y mirarse.

Razón que lleva a una fuerte corriente de teólogos a defender la tesis de que “sin la asunción gloriosa de José en cuerpo y alma, la Sagrada Familia reconstituida en el Cielo habría tenido una nota discordante en su exaltación y gloria” (6).

A ese respecto, San Francisco de Sales afirma: “Si es cierto lo que debemos creer, que en virtud del Santísimo Sacramento que recibimos nuestros cuerpos han de resucitar en el día del Juicio Final, ¿cómo podemos dudar de que Nuestro Señor haya hecho subir al Cielo, encuerpo y alma, al glorioso san José, el cual tuvo el honor y la gracia dellevarlo tantas veces en sus brazos benditos? No cabe duda, pues, que san José está en el Cielo en cuerpo y alma”.

 Muerte de san José

Por haber fallecido en los brazos de Jesús y María, san José es el patrón de la buena muerte. Pues se juzga, y con razón, que nadie fue tan bien asistido como él en sus últimos momentos.

Casi se podría decir que por eso el término de su vida fue tan suave y consolador que de él estuvo ausente cualquier sufrimiento o angustia.

Muerte de San José

Mientras tanto, no podemos olvidar que para José ésta fue la suprema perplejidad de su existencia terrena. Pues, al fallecer, se separaba de la convivencia inefable con su virginal esposa y con Jesús, el Hijo de Dios. José partía para la Eternidad, dejando en la tierra su Cielo…

Que la consideración del ejemplo y de los preciosos dones concedidos por Dios al padre adoptivo de Jesús nos lleve a confiar en la poderosa intercesión de aquél a quien el propio Hijo de Dios obedeció: “Y Él les era sumiso” (Lc 2, 51).

“El ejemplo de san José — afirmó el Papa Benedicto XVI en la conmemoración de su fiesta litúrgica— es una fuerte invitación para todos nosotros a realizar con fidelidad, sencillez y modestia la tarea que la Providencia nos ha asignado. Pienso, ante todo, en los padres y en las madres de familia, y ruego para que aprecien siempre la belleza de una vida sencilla y laboriosa, cultivando con solicitud la relación conyugal y cumpliendo con entusiasmo la grande y difícil misión educativa. Que san José obtenga a los sacerdotes, que ejercen la paternidad con respecto a las comunidades eclesiales, amar a la Iglesia con afecto y entrega plena, y sostenga a las personas consagradas en su observancia gozosa y fiel de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.

Que proteja a los trabajadores de todo el mundo, para que contribuyan con sus diferentes profesiones al progreso de toda la humanidad, y ayude a todos los cristianos a hacer con confianza y amor la voluntad de Dios, colaborando así al cumplimiento de la obra de salvación”22.

(Hna Clara Isabel Morazzani, E.P., Revista Heraldos del Evangelio, Marzo/2007, n. 63, p. 18 a 25)  

Notas:

 1) Michel Gasnier, José el silencioso, Quadrante, S. Paulo, 1995, p. 42. 
2) Id., op. cit., p. 49.
3) Federico Suárez, José, el esposo de María, Ed. Prumo, Lisboa, 1986, p. 45.
4) Guy de Robien, L’idéal français dans un cœur breton, Plon, 1917.
5) Teología de San José, BAC, Madrid, 1953, pp. 53 ss.
6) Michel Gasnier, op. cit., p. 152.