Redacción (Martes, 23-12-2014, Gaudium Press)
El domingo siguiente al Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia rinde homenaje a la Sagrada Familia.
Una familia que, realmente, no podría dejar de ser llamada Sagrada: Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, María es la Virgen Madre de Dios que trajo en su seno a Nuestro Señor Jesucristo y San José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús.
No estaría fuera de lugar que, por motivo de estas celebraciones recomendadas por la Iglesia, pensáramos un poco en este modelo de familia. Por ejemplo, podríamos pensar un poco con la siguiente pregunta: ¿Cómo sería la santidad, la nobleza y la jerarquía en la Sagrada Familia?
En esta familia tenemos la presencia del Hijo de Dios hecho Hombre. En el Evangelio de San Lucas (Lc. 2,52) está dicho que el Niño Jesús “crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres”.
Son palabras inspiradas por el Espíritu Santo y, por tanto, verdaderas. Ellas nos enseñan que en el Hombre Dios todavía había cosas por crecer. Cualquiera que fuese la naturaleza de ese crecimiento, eran un crecimiento de perfección perfectísima para algo que era una perfección aún más perfectísima.
Por otro lado, en esta Familia tenemos también a Nuestra Señora.
Si consideramos todo lo que Ella es, veremos un tal cúmulo de perfecciones creadas, que un Papa llegó a declarar: de Ella se puede decir todo en términos de elogios, desde que no se le atribuya la divinidad. María fue concebida sin pecado original y confirmada en gracia a partir del primer instante de su ser. Ella no podía pecar, no podía caer en la más leve falta, porque estaba confirmada por Dios en contra de esto.
Al no tener defectos – esto es un aspecto importante de esta consideración – Nuestra Señora también crecía constantemente en virtud.
Al lado del Niño Jesús y de Nuestra Señora estaba San José conviviendo con ellos. Es difícil elogiar a cualquier hombre, cualquier grandeza terrenal, después de considerar la grandeza de San José. El hombre casto, virginal por excelencia, descendiente de David.
San Pedro Julián Eymard (cfr. “Extrait des écrits du P. Eymard”, Desclée de Brouwer, Paris, 7ª ed., pp. 59-62) nos enseña que San José era el jefe de la Casa de David. Él era el pretendiente legítimo al trono de Israel. Él tenía derecho sobre el mismo trono que fue ocupado y derrumbado por falsos reyes mientras Israel era dividido y, al final dominado por los romanos.
Tres ascensos constantes, tres auges alcanzados.
San José era un varón perfecto, modelo por el Espíritu Santo para ser proporcional con Nuestra Señora. ¡Se puede imaginar a qué pináculo, a qué altura debe haber llegado San José para estar en proporción con Nuestra Señora! Es algo inmenso, inimaginable. Es muy probable que San José también haya sido confirmado en gracia.
Por tanto, en la humilde casa de Nazareth, podemos decir que a cada momento las tres personas de esta Sagrada Familia crecían en gracia y santidad delante de Dios y de los hombres. San José debe haber fallecido antes del inicio de la vida pública de Nuestro Señor Jesucristo.
Él es el patrono de la buena muerte, porque todo parece indicar que fue asistido en su agonía por Nuestra Señora y por el Divino Redentor. En los instantes finales de su vida, Jesús y María lo ayudaron a elevar su alma a la perfección para la que había sido creado.
No era la misma perfección de Nuestra Señora, era una perfección menor. Pero era una perfección enorme para la cual él había sido llamado. Cuando su mirada borrosa ya se iba apagando para la vida, San José contempló a Aquella que era su esposa y a Aquél que jurídicamente era su hijo.
Y, seguramente, Él estaba fascinado con el aumento continuo en la santidad de Nuestra Señora y de Su Divino Hijo. Al verlos subir de ese modo por las vías de la santificación, él admiró y amó esa ascensión. Y fue por admirar y amar el aumento de esta santidad, que también él, a su vez, aumentaba en su propia santidad. Esta triple ascensión continua en la casa de Nazareth, constituyó el encanto del Creador y de los hombres.
Jesús, María y José: tres perfecciones que llegaron al pináculo al que cada uno debía llegar; tres auges que se amaban y se comprendían intensamente; tres altísimas perfecciones, admirables, desiguales, realizando una armonía de desigualdades como jamás hubo en la faz de la Tierra.
Entretanto, la jerarquía puesta por Dios entre estas tres sublimes desigualdades era de un orden admirablemente inverso: Aquél que era el jefe de la Casa en el plano humano era el de menor orden sobrenatural; El Niño Jesús, que debía prestar obediencia a los padres, era Dios.
Una alteración que nos hace amar mucho más las riquezas y la complejidad de cualquier orden verdaderamente jerárquico; una alteración que lleva al alma fiel, al alma dispuesta a meditar sobre tan elevado tema, a entonar un himno de alabanza, de admiración y de fidelidad a todas las jerarquías, a todas las desigualdades establecidas por Dios.
El que es más, manda menos
A primera vista, la constitución de la Sagrada Familia es un misterio, puesto que en ella la mayor autoridad la tiene San José, como patriarca y padre, con derecho sobre su esposa y el fruto de sus purísimas entrañas.
La esposa es Madre de Dios, Madre de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Su condición materna le da poder sobre el Dios encarnado en su seno virginal y transformado, así, en hijo suyo. Nuestro Señor Jesucristo, como hijo, le debe obediencia a ese padre adoptivo, aceptando totalmente la orientación y la formación dada por José; y lo mismo valga para su Madre, criatura suya. ¡Qué inmensa, insondable y sublime paradoja!
En consecuencia, San José es el jefe según el orden natural; María, la esposa y la madre; y Jesús, el niño. Pero en el orden sobrenatural ese Niño es el Creador y el Redentor; la Madre, Medianera de todas la gracias, Reina del Cielo y de la Tierra; y José, el Patriarca de la Iglesia. José, el que menos poder tiene por sí mismo, ejerce autoridad sobre la Santísima Virgen, que tiene la ciencia infusa y la plenitud de la gracia, y sobre el Niño, Autor de la gracia.
Dios ama la jerarquía
¿Por qué dispuso Dios esta inversión de papeles?
Lo hizo para darnos una gran lección: Él ama la jerarquía y quiere que la sociedad humana sea gobernada por este principio, del cual quiso dar ejemplo el mismo Verbo Encarnado.
Podemos imaginar la disponibilidad, la sacralidad y la calma de Jesús en la pequeña Nazaret, ayudando a José en la carpintería a cortar la madera, clavando las partes de una silla, cuando no haría falta más que un simple acto de voluntad suyo para que fueran producidos de inmediato, y sin siquiera requerir materia prima, los muebles más espléndidos que la Historia haya conocido nunca.
Sin embargo, afirma San Basilio, “obedeciendo desde su infancia a sus padres, Jesús se sometió humilde y respetuosamente a todo trabajo manual”. Tan pronto como San José mandaba al Hijo -¡con qué veneración!- a realizar un trabajo, Jesús se ponía manos a la obra.
Actuando de esta manera -honrando al padre que estaba en la tierra y aceptando, por ejemplo, hacer un mueble de acuerdo a las reglas de la naturaleza- Jesús glorificaba más a Dios Padre, que lo había enviado. San Luis Grignion afirma, a propósito de su obediencia a la Santísima Virgen: “Jesucristo dio más gloria a Dios sometiéndose a María durante treinta años, que si hubiera convertido a la tierra entera realizando los milagros más estupendos.”
Dentro de la propia Sagrada Familia encontramos un impresionante principio de amor a la jerarquía, ya que, habiendo querido Jesús nacer y vivir en una familia, honraba a su padre y a su madre, por más que fuera el omnipotente Creador de ambos.
Príncipe y obrero
Otra paradoja fue puesta por el Creador en las complejidades de esta noble jerarquía.
San José era representante de la Casa Real más augusta que hubo en todos los tiempos: mientras que de otras Casas nacieron reyes, de la Casa de David, nació un Dios. Los únicos cortesanos a la altura de esta Casa Real serían los Ángeles del Cielo.
Sin embargo, por designio divino, el jefe de la Casa de David, San José, era al mismo tiempo un trabajador manual: era carpintero. Y Nuestro Señor Jesucristo también ejerció esta actividad antes de iniciar su vida pública.
Dios quiso que, de esta forma, ambos extremos de la jerarquía temporal se unieran en Aquél que es el Hombre Dios. En Jesucristo está la condición de príncipe real de la Casa de David, de pretendiente al trono de Israel. Y esta condición coexiste con la de un simple carpintero, de obrero, situado en el extremo opuesto de la escala social.
Esta coexistencia de perfección en ambos aspectos – tanto en el Creador – criatura como en el otro, incomparablemente menor, de rey obrero – reúne los extremos para reforzar la unión de los elementos intermediarios de la jerarquía: los elementos se unen por la unión de sus extremos.
De ese modo, la sacrosanta jerarquía al interior de la Sagrada Familia se nos presenta no sólo como un conjunto de picos tan altos que a nuestra vista física y mental le es difícil alcanzar. Ella representa también un abrazo jerárquico, desigual pero cariñoso, entre todos los peldaños del orden social.
De tal manera que, aquél que ocupa el lugar más alto abraza cariñosamente al que está más abajo y le dice: “En naturaleza humana todos somos iguales”.
Amor desinteresado a la Jerarquía
En la Sagrada Familia, el ejemplo de San José, de Nuestra Señora y de Nuestro Señor Jesucristo nos lleva a comprender mejor la jerarquía en su forma más pura, más clara, más perfecta, en la que no hay egoísmo ni pretensiones.
En esta Familia existe puro amor de Dios. En ella existe el puro amor de Dios que genera amor a las múltiples jerarquías sin preocupación de ser demasiado, de hacer o poder mucho. La jerarquía aquí es amada. Y es amada por amor de Dios.
Las almas que tienen el verdadero sentido de la jerarquía aman de este modo a sus superiores.
La palabra “majestad”, tiene para ellos un significado, un misterio, una “luz”, un brillo especial que hace respetables y venerables a los reyes, emperadores y superiores en general, incluso cuando éstos, por sus defectos personales, no merecen los homenajes que les son prestados por ser lo que son.
Pero si, para aquello a lo que fueron llamados corresponden en algo, ese algo – por pequeño que sea – es como el aroma de una flor única de la cual se toma una gota, cuyo perfume produce sobre el hombre recto un efecto semejante al que la santidad mayor produce sobre la santidad menor.
Y esto tiene cierta analogía con lo que ocurría en la Sagrada Familia, entre las tres personas indescriptiblemente sublimes – una de ellas divina – que la componían.
He aquí algunas reflexiones sobre lo maravilloso y admirable que las verdaderas jerarquías – como aquella que existió, en un grado arquetípico, en la Sagrada Familia – pueden y deben suscitar en las almas rectas y auténticamente católicas.
Una vida de apariencia normal
No se piense que en la Sagrada Familia todo era absolutamente místico, sobrenatural y lleno de consolación.
Del Niño Jesús no puede decirse que vivía de fe, porque su alma estaba en la visión beatífica; sin embargo, quiso que su cuerpo tuviera el desarrollo normal de un ser humano. Así, por ejemplo, no nació hablando, aunque pudiera hacerlo en todas las lenguas del mundo.
La Virgen y San José llevaban también una vida de apariencia completamente común y, como todos los hombres, sufrieron desconciertos y angustias. Prueba de ello es el Evangelio de este domingo: “Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. (Notas: – Desarrollo de anotaciones de la conferencia del Prof. Plinio Correa de Oliveira, el 2-11-92, para un grupo de jóvenes. – Trechos del Comentario al Evangelio, Monseñor João Clá Dias, EP, Revista Heraldos del Evangelio, Dez/2009, n. 96)
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