Nuestra vida presenta situaciones semejantes a las que ocurren a un navío: somos sacudidos por vientos y tempestades, y hasta podemos comenzar a naufragar…
Sobre esta situación, la Hermana Juliana Montanari, EP, hizo algunas reflexiones que aquí transcribimos:
Las olas bañan la playa en una mañana fresca, cuando el Sol despunta reflejándose en las aguas y dándoles un brillo singular. ¡Cuántos hechos admirables y misteriosos ya ocurrieron en el mar, esta maravillosa alfombra de esmeraldas y topacios, con la cual Dios quiso cubrir dos tercios de nuestro planeta!
En el muelle, un gran navío con la proa dirigida hacia el océano parece desafiarlo, cual corajudo soldado ante el peligro. Los tripulantes saludan a los que se quedan y se preparan para el largo viaje. En cierto momento se sueltan las amarras y el navío comienza su recorrido.
Pasadas algunas horas, cielo y mar se encuentran en el horizonte y no es más posible ver tierra firme. La embarcación, antes imponente, ahora parece un simple y frágil juguete de las olas… Con todo, es en esas circunstancias que trasparece enteramente la belleza misteriosa de la navegación.
Solo en medio de aquella inestable inmensidad, el navío recibe las investidas de las impetuosas olas que amenazan hacerlo naufragar, pero se mantiene firme en su dirección; es balanceado por los vientos de las tempestades, y no se deja zozobrar.
No obstante, si la partida de una embarcación suscita entusiasmo en los corazones idealistas, por evocar la gloria de aquellos que, con galantería, se lanzan en el riesgo rumbo a nuevas conquistas, no menos digno de admiración es su regreso al puerto, pues carga atrás de sí las hazañas de la empresa. ¿No es verdad que, después de una arriesgada travesía, el navío recuerda un guerrero que ganó una batalla y merece el premio de la victoria?
Ahora, nuestra vida también presenta situaciones semejantes a las que ocurren a un navío. Ya en la aurora de sus días, el hombre se lanza al mar de las incertezas de este mundo, en busca de la felicidad. No encontrándola, navega errante y, a cierta altura del recorrido, se siente solitario. Juzga estar abandonado por todos, al capricho de olas traicioneras que, envés de proporcionarle la alegría que falsamente prometen, solo le aumentan la frustración. Es sacudido por los vientos de las tentaciones, por las tempestades de los problemas y dificultades, e incluso comienza a naufragar…
¿Qué debemos hacer para no ahogarnos en medio al ‘mare magnum’ de tribulaciones que es la vida humana, marcada por el pecado original? Juntar las manos y rezar a Dios con confianza, pues es en el abandono a su protección que los vientos y las olas se calman, las nubes se alejan y el Sol vuelve a brillar.
Cuando somos asaltados por la impetuosa marea de las pruebas y los reveses, recordemos que Dios permite que pasemos por tales situaciones, deseoso de que busquemos en Él nuestra seguridad. Si sabemos abandonarnos en sus manos, como hijos amorosos, recibiremos las fuerzas necesarias para transponer fiel y valientemente las peores olas de nuestra vida. ¡Y cuando llegamos al puerto celeste, recibiremos del Divino Capitán la corona de gloria reservada a los vencedores, a los que dieron todo, a los que fueron héroes!
Por la Hna. Juliana Montanari, EP
(Instituto Filosófico-Teológico Santa Escolástica – IFTE)
Contenido publicado en es.gaudiumpress.org
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