Delante de la calamidad sanitaria que enfrenta la humanidad en nuestros días se ha dicho mucho ya, probablemente demasiado…

Una opinión pública hipersensibilizada por los medios, quizás excesivamente manipulada con los pareceres muchas veces contradictorios de los expertos, conectada con el inverosímil mundo de las redes sociales y por veces alienada en su natural instinto de sociabilidad, es caldo de cultivo para el caos.

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No hablemos de los fallecidos, de los fatales aunque inciertos augurios de una mortandad mayor, de la crisis económica, social, política, religiosa, etc… de lo que puede venir…

Considerando esto en su conjunto pienso en una cita de las Sagradas Escrituras, siempre actual, perenne y divinamente elocuente:

“Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que ha sido llamados según su designio” (Rm 8, 28)

Delante del panorama recién citado ¿Cómo es posible pensar que todo esto puede ser para nuestro bien? ¿Cómo encontrar sentido a este pensamiento del apóstol de las gentes?

Solamente por medio del don de la fe se hace accesible a nosotros la altísima sabiduría proveniente de esta sentencia paulina. Fe que tristemente parece a veces ahogarse en el pantano de la humana “sensatez”, del ocio y de la desesperanza.

Sí, por raro que suene, desde la perspectiva que da la fe, el “Covid-19” puede ser visualizado como un don del cielo, pues siendo que todas las cosas suceden porque Dios lo permite -y si hasta del pecado Él puede sacar un bien- también lo puede hacer de lo que hemos llamado pandemia.

Muchas personas de fe podrían preguntarse, sin embargo ¿no es más correcto interpretar esto como una advertencia, en vez de un regalo del cielo? Tendrían mucha razón al hacerlo, considerando en especial el abismo de pecado sin precedentes en que ha caído la humanidad, con todas las ofensas que son cometidas constantemente contra el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María.  Dios pune no debemos dudar, incontables ejemplos tenemos en la historia y en las Sagradas Escrituras esto se nos enseña de forma muy clara.

Dijo cierta vez el escritor católico colombiano, Nicolás Gómez Dávila: “El mundo moderno no será castigado, el mundo moderno es el castigo.” 

Muchos, hasta hace poco no habían abierto los ojos a que la verdadera calamidad era la situación en la que estábamos antes de esta “plaga”, absorbidos por el materialismo y relativismo, tragados por un torbellino de trabajos y distracciones, con el alma asfixiada por el delirio de placeres efímeros.

Pero todo ha cambiado ahora… La humanidad está siendo obligada a vivir en clausura y en la constante expectativa de la enfermedad o incluso la muerte. Curiosamente, Dios está permitiendo a todos experimentar algo muy similar a lo que muchos monjes y religiosas, a través de los siglos han abrazado de forma voluntaria en búsqueda de la perfección espiritual.

Y es desde esta perspectiva que podemos entender el fenómeno “coronavirus” como una advertencia, sí, pero que partiendo del Corazón infinitamente misericordioso de Jesús, se convierte en un remedio para un mundo enfermo, no de un virus biológico, si no de algo mucho peor, un virus espiritual llamado pecado, llamado “Revolución”.

Muchos son los beneficios que  podremos sacar de esta situación si meditamos y vivimos con sabiduría, don que debemos pedir a Dios para discernir y ver su mano escribiendo en nuestra historia y en la del mundo.

Una primera e importantísima lección que podríamos sacar es la de la humildad.  El reconocer nuestra fragilidad a nivel personal pero principalmente como sociedad. Entender que mientras más dependemos de la tecnología, de las máquinas, de la globalización, más débiles nos hacemos, más controlables… y más vulnerables frente a cualquier cataclismo.

“Ut mentes nostras ad coelestia desideria erigas” 

Constantemente deberíamos hacer este pedido a Dios, especialmente en estos momentos: Que por favor eleve nuestras mentes al deseo de las realidades celestiales, que salgamos de la banalidad, del materialismo, de las naderías que tanto tiempo y energías nos hacen perder. Que nuestra mente se eleve a las más altas cumbres de la contemplación, y que hasta las cosas más insignificantes de nuestro día a día sean enriquecidas con la trascendencia que trae la perspectiva de la Fe. Que nuestro corazón arda en deseos de unión con Dios por medio de la oración, de los sacramentos, de frecuentes comuniones espirituales, siendo la santificación personal y la de nuestro prójimo nuestra única meta.

La Divina Providencia nos está regalando una oportunidad única para una conversión profunda, verdaderamente radical. Cambiar nuestras malas costumbres heredadas y adquiridas, no por el desvío que algunos proponen, yendo por un camino eco-panteísta, gnóstico-tribalista, sino conformando nuestra vida con el Sagrada Corazón de Jesús, suma perfección y modelo para la sociedad.

¡No tardemos en reaccionar! Las oportunidades llegan y pasan…

¿Pandemia de miedo? no frente a una enfermedad, ni la misma muerte, sino frente a nuestra temporalidad.

Tengamos mucha vigilancia delante de las soluciones humanas, porque dice la escritura: “Maldito el hombre que confía en el hombre” Jr 17, 5.

Nada será igual después… se escucha decir. Amén. ¡Sean dadas gracias a Dios!
De nosotros depende cómo sea nuestro futuro, que formamos desde ahora: felicidad o tristeza, esperanza o desesperación, salvación o perdición. Pero de Dios es la Historia, que solo puede concluir con una victoria rutilante del Bien.

Por Santiago Vieto