En la Solemnidad de la Anunciación el Dr. Plinio medita sobre las cogitaciones de María ante el saludo del ángel, sus alegrías en la vida privada de Jesús, sus perplejidades durante la Pasión y, sobre todo, su sumisión a la voluntad divina.

En el lenguaje corriente del hombre hodierno, ciertos conceptos como los de esplendor, pompa y gloria tienden a confundirse con la idea de riqueza y a reducirse, en definitiva, a una cuestión económica.

Ahora bien, la Anunciación tuvo lugar en una casa pobre, pero fue un episodio esplendoroso, porque en él se dio a conocer el nacimiento milagroso de un niño que reinaría en el trono de David y tendría el imperio sobre toda la tierra en los siglos futuros.

Cogitaciones sobre el misterio que le era anunciado

El interrogante que planteó Nuestra Señora —“¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34)— nos conduce a la siguiente reflexión: o bien habría recibido de Dios la revelación de que sería siempre virgen, o bien, al menos, habría sentido profundamente en su alma la invitación a una virginidad perpetua y no le quedaba la mínima duda de que ese llamamiento venía de Dios.

En sus palabras estaba implícito este pensamiento: “Sé que para conciliar ambas actitudes aparentemente contradictorias de Dios —que me inspira la virginidad, pero me quiere como Madre del Salvador— tiene que ocurrir algo extraordinario, pues Él nunca se contradice”.

María no ponía en duda que aquel ángel viniera realmente de parte de Dios, ya que lo trató como un emisario del Altísimo; más bien su cogitación incidía sobre el misterio existen-te en el mensaje que le estaba trasmitiendo: ¿cómo se explica que su hijo pudiera tener todo ese poder que le era anunciado?

Como descendiente de David, Nuestra Señora sabía que el hijo nacido de Ella también lo sería. Tenía ciencia de que San José, su esposo, era de la misma estirpe real y que, aunque el niño no naciera de él, sería descendiente del rey profeta según la ley. Existe una bonita expresión que es usada por los teólogos: “Caro Christi, caro Mariæ – La carne de Cristo es la carne de Maria”. Es decir, de Ella Jesús heredó la carne y la sangre del gran monarca de Israel.

Leyendo la narración evangélica uno tiene la fuerte impresión de que Nuestra Señora andaba reflexionando en particular sobre el significado de las palabras “le dará el trono de David, su padre” (Lc 1, 32), y sobre la naturaleza del Reino que le sería otorgado a su Hijo. De ahí su interrogante: ¿se trataba del nacimiento del Mesías, cuya venida tanto anhelaba?

La Santísima Virgen había recibido a San Gabriel con cierto temor. ¿Cómo se explica que, concebida sin pecado original y exenta de cualquier imperfección moral, pudiera tener miedo de un ángel?

La presencia de un espíritu angélico, y sobre todo la de un arcángel, es algo de tal densidad que deja perplejo al ser humano. Era natural que María sintiera todo el peso de su presencia. Sin embargo, no fue el mensajero celestial quien le causó temor, sino la comunicación de la impresionante misión que a Ella le cabía, pues en su humildad tuvo recelo de no corresponder de modo perfecto a los sublimes designios de Dios. Pero la explicación del ángel —“No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios” (Lc 1, 30)— la inundó de tranquilidad y paz.

Los exegetas afirman que en el momento en que la Santísima Virgen pronunció el “Ecce ancilla Domini – He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38) el Espíritu Santo concibió a Nuestro Señor en su claustro inmaculado. Así, aquel diálogo, tan simple, pero tan hermoso, tuvo como esplendorosa consecuencia la Encarnación del Verbo.

La vida y las cogitaciones de Nuestra Señora en Nazaret

Nuestra Señora guardó las promesas del ángel en el interior de su alma y, viendo al Niño Jesús, según las expresiones del propio Evangelio, “creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y antes los hombres” (Lc 2, 52), naturalmente pensaba en la misión que le estaba reservada.

Sabiendo que su Hijo era Dios, Nuestra Señora juzgaba explicable que Él obtuviera los éxitos más retumbantes y extraordinarios. ¿Y habrá pensado, al ver a Jesús convertirse en un joven, que en cierto momento saldría de la casa paterna para dar cumplimiento a su misión?

No obstante, esa hora aún tardaría en llegar. Durante treinta años quiso vivir únicamente con Ella y con San José. Al parecer, el jefe de la Sagrada Familia falleció antes de que Nuestro Señor empezara su vida pública. La tradición atestigua que María y Jesús estaban presentes a la cabecera de San José en el momento de exhalar su postrer suspiro, razón por la cual el gran Patriarca también es el patrón de la buena muerte.

¡Cómo nos gustaría asistir a esa escena! Un lecho pobre, la Virgen a un lado y al otro Nuestro Señor, quien atraía hacia sí la atención de María y la del moribundo, a los cuales les dirigía sublimes palabras de consuelo. Nuestra Señora, con su insondable solicitud, servía a San José, orando por él y también confortándolo… ¡Qué re-vuelo de ángeles!

En cierto momento, las sombras de la muerte se vuelven más próximas. San José empieza a notar que aquella convivencia, para él un Cielo hasta cierto punto, cesaría. Pero sabía que le aguardaba una gratísima misión: al llegar al limbo de los patriarcas anunciaría que el Mesías se había encarnado en el seno de la Santísima Virgen. Probablemente, sólo con mencionar los nombres de Jesús y de María aquel lugar entero se iluminaría…

Tras la muerte de San José pensaría Nuestra Señora respecto de Jesús: “¿Cuándo comenzará su vida pública y terminará nuestra convivencia? ¿Con quién me quedaré? ¿Qué noticias tendré sobre Él? ¿Cuándo iniciará su Reino? ¿Asistiré a su implantación estando aún en la tierra o ya en el Cielo? Numerosas veces noté al conversar con Él que su fisonomía iba volviéndose más tristona. Y en la medida en que la tristeza se puede comparar a una sombra, fue volviéndose sombría. Me ha hablado de un inmenso sacrificio que debe padecer. Sé que es la muerte de cruz, a la cual se refieren las Escrituras y que Él mismo ya me anunció. Me veo cercada, por un lado, de esplendor y, por otro, ante la perspectiva del fracaso tenebroso”.

“Madre, ¡ha llegado el momento!”

Pasaban los días, los meses y los años… Treinta años vivió Jesús bajo el mismo techo con Ella, adornando su alma con maravillas cada vez mayores.

Un día —podemos conjeturar— Él se le acerca y, con veneración y cariño aún más intensos, envolviéndola con su mirada, le dice: “Madre, ¡ha llega-do el momento!”. Tal vez le dijera eso con una sonrisa llena de saudades, pero saudades anticipadas, llenas de sonrisa. Se trataba de su misión, que ya iba a emprender y que concluiría con su gloria.

La muerte de San José – Iglesia de San Pedro y
San Pablo, Bonndorf (Alemania)

Él sabía que, esencialmente, caminaría en dirección a la cruz. Pero en ese trayecto reclutaría a los Apóstoles, a los discípulos y a todos los elementos de la Iglesia naciente. Predicaría durante tres años su maravillosa doctrina, practicaría milagros que habrían de impresionar y persuadir al mundo entero, fundaría la Iglesia, instituiría los sacramentos. Y después moriría…

¿Qué se habrán dicho Madre e Hijo en esa despedida? ¿Fue una sorpresa que duró un minuto? ¿O Él la avisó con un mes de antelación? En esta hipótesis, ¿a Nuestra Señora ese mes le habría parecido un minuto, porque hubiera querido una despedida más prolongada? Son maravillas que nos serán reveladas en el Cielo y ante las cuales no encontraremos palabras para manifestar nuestra veneración y adoración.

Cuando Nuestro Señor inicia su vida pública, Nuestra Señora es buscada por las Santas Mujeres y se incorpora a esa familia de almas cuyos cuidados Jesús le confía.

“Conversaciones” con el Espíritu Santo

Todas estas consideraciones nos parecen de extrema belleza. Sin embargo, ¡qué restringidas son ante realidades aún más altas!

Sabemos, por ejemplo, que Nuestra Señora es la Esposa del divino Espíritu Santo. ¿Cuántas gracias no le concedería la tercera Persona de la Santísima Trinidad para que conociera y meditara en todo lo que ocurría? ¿Cuántas preguntas no le habrá hecho la Virgen María a su divino consorte, dirigiéndose a Él con las palabras: “Rey mío, Señor mío, Esposo mío”?

Si las relaciones con su marido según la ley, San José, eran tan bellas y conmovedoras, ¿cómo no lo habrán sido con el divino Espíritu Santo? Por ejemplo, en el momento de la Encarnación, Él se convirtió en su Esposo.
Ahora bien, en el acto de los desposorios, el hombre le ofrece a su mujer un regalo magnífico. ¿Qué dádiva extraordinaria el divino Espíritu Santo habrá concedido a María? ¿Qué gracias? ¿Qué esplendores? Esto escapa a nuestra pobre imaginación…

Esperanzas y aprensiones de Nuestra Señora

Durante su vida pública, al contemplar las predicaciones y milagros de Nuestro Señor, le parecía a Nuestra Señora que la promesa de la gloria estaba realizándose. Pero, por otra parte, con su incomparable discernimiento de los espíritus, María Santísima percibía que Satanás rondaba en el ambiente y sentía el odio que éste inculcaba en algunas almas.

Pensemos en otra circunstancia. Afirma Santo Tomás de Aquino en su bellísimo himno eucarístico Lauda Sion: “Quem, in sacræ mensa cenæ, turbæ fratrum duodenæ datum non ambigitur – Es el mismo, sin género de duda, que aquel que en la mesa de la sagrada cena se dio a los Doce”. En la Santa Cena el Señor celebró la primera Misa.
Probablemente Nuestra Señora se encontraba en el Cenáculo y también recibió la comunión. ¡Qué maravilla no habrá sido la Primera Comunión de Nuestra Señora!

Pero Ella oyó igualmente la terrible profecía: “Uno de vosotros me va a entregar”. Vio salir a Judas de manera apresurada, con esa intención. El Evangelio narra la escena de modo tocante, con palabras que tienen un carácter muy simbólico: “Era de noche…” (Jn 13, 30).

Ella vio a Nuestro Señor salir a continuación. Tal vez se despidiera de Ella. ¿Le habría dicho que su hora había llegado o la dejó en la duda? Él y sus discípulos se retiraron después de haber cantado un himno pascual, y se adentraron en esa misma noche en la que resonaban los pasos de Judas.

¿Qué ocurrió con Nuestra Señora en los instantes siguientes? Probablemente el telón de fondo de su meditación eran las promesas de triunfo recibidas en la Anunciación. No obstante, existía el precio de la gloria, que el arcángel no mencionó en aquel jubiloso encuentro, y ese precio era el dolor.

Pensemos, pues, en la Virgen Dolorosa, en la hora más terrible de la Pasión, a mi entender el momento en que Nuestro Señor exclamó a gritos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Es un grito de sufrimiento y de dilaceración, pero también son las palabras de un salmo cuyo triunfante tono final parece prenunciar la Resurrección. ¿Qué sentimientos no habrán llenado el alma santísima de María al oír ese clamor de Jesús?

Por otra parte, Ella vislumbró, antes de que Él muriera, el primer destello de alegría, cuando le oyó decirle al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). Dicha afirmación significaba que Nuestro Señor nunca perdió de vista, incluso en medio del dolor más lancinante, que estaba abriéndole así las puertas del Cielo a la humanidad.

Las promesas se realizan en medio de aparentes desmentidos

De las presentes reflexiones lle-gamos a una conclusión que se puede resumir en pocas palabras.

Con la Anunciación le fue comunicada a Nuestra Señora, y a través de Ella a todo el género humano, la Encarnación del Verbo. Con su “¡Sí!”, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. La Palabra de Dios rayó en un amanecer de alma repleto de lozanía, con promesas superlativas.

Nuestra Señora de los Dolores
Casa de Formación de los Heraldos del Evangelio, Quito

Pero si las promesas de Dios suscitan las más alegres esperanzas, suelen pasar igualmente por aparentes y terribles desmentidos. Es el modo de actuar de la Providencia. En este sentido, la Anunciación también fue la proclamación de que la auténtica gloria no consiste en no sufrir humillaciones y derrotas, sino en luchar por la verdad.

El alma santísima de Nuestra Señora, al habituarse a las promesas, a las alegrías y a los desmentidos, constituye para los católicos el sublime ejemplo de sumisión a la voluntad de Dios, manifestada por Ella de manera inigualable en el humilde “fiat” que resonó en toda su vida.

Texto extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. São Paulo. Año VII. N.º 72 (Marzo, 2004);
pp. 14-19

FUENTE: REVISTA HERALDOS DEL EVANGELIO (MARZO 2019), PP. 16-19