Lucas Miguel Lihue
Cada uno, cada una traza su historia que nace y muere dentro de la propia individualidad o se expande y tiene una repercusión universal. Y cuanto más alto sea el llamado de Dios, tanto más difícil es trazar el perfil de un personaje.
Siendo así, hay ciertos hombres que, a lo largo de su existencia, adquieren una grandeza que sobrepasa cualquier leyenda, se colocan más allá de cualquier mito. Son aquellos en los que la Divina Providencia se complace en adornar sus almas con el brillo de las virtudes y rarísimos dones…
Desde toda eternidad, cuando la Encarnación del Verbo fue determinada por la Santísima Trinidad, Dios Padre quiso que la llegada de su Hijo al mundo, en la plenitud de los tiempos, fuese coronada de suprema belleza. La liturgia canta, por los labios del profeta Isaías, en el cuarto domingo de Adviento: «Es que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá el nombre de Emanuel». (Is 7,10-14)
¡Y el nombre de la Virgen era María! Ella debería reunir en sí la alegría de la maternidad y la flor de la virginidad.
Pero era preciso que alguien asumiese la figura de padre, junto al Verbo de Dios hecho hombre. Y para eso, usando las expresiones inspiradas por el Divino Espíritu Santo sobre el Rey David, podemos repetir las palabras de las Sagradas Escrituras: «El Señor buscó un hombre según su corazón».(I Samuel 13:14) Este varón fue San José.
Cuando encontramos los ángeles, junto al roble de Mambré, con Abraham anunciando la promesa de que su descendencia sería mayor que los granos de arena de la playa y más numerosas que las estrellas del cielo; cuando imaginamos a Moisés abriendo con su vara el Mar Rojo para que el pueblo electo pudiese huir de la persecución del faraón con el corazón endurecido; tenemos dificultades para medir la estatura espiritual de esos predestinados por Dios para cumplir sus designios entre los hombres.
Ahora, pensemos un poco…
¿Cómo debería ser el hombre escogido para esposo de la más excelsa de las criaturas, de la obra prima del altísimo?
Si sumamos las virtudes de todos los ángeles, de todos los santos, de todos los hombres hasta el fin del mundo, no tendríamos siquiera una pálida idea de la sublime perfección de la Madre de Dios. ¡Y José debería ser el guardián de la Madre de Dios y del propio Dios!
Físicamente, ¿qué trazos tendría ese electo? No olvidemos que él era descendiente del Rey David, «rubio, de bellos ojos y apariencia hermosa». (I Sam 6, 12-13) El rey y carpintero, la nobleza y la humildad, la fortaleza y la castidad. Todos esos dones se reunían en el alma de San José y se reflejaban en la belleza exterior de su cuerpo varonil e inocente.
Su misión: ser el padre del Niño Jesús. En la pequeña casa de Nazaret o en el taller de trabajos, ese varón de Dios tenía los labios suficientemente puros y humildes para hacer cosas admirables como enseñar o dar órdenes a un Dios: «mi hijo, agarre el cincel de esta forma…» ¡e incluso para dar un consejo, cuando la Sabiduría Encarnada le preguntase!
Durante su vida terrenal tuvo dificultades y pruebas: el misterio de la maternidad de María, el nacimiento de Jesús en una gruta, la huida a Egipto, la pérdida y el encuentro del Niño Jesús en el Templo. A cada una de esas pruebas salió más victorioso y más santo.
San José tuvo la gracia de morir entre los brazos de Jesús y de María.
Su muerte fue un paso tranquilo para la eternidad y es de ahí que viene su título de protector de los enfermos, agonizantes y abogado de los moribundos.
Su eficacia en el atender los pedidos de todos a los que a él se encomiendan, en todas las circunstancias de la vida, como padre misericordioso, hizo que el beato Pío IX lo proclamase solemnemente como Patrono y Protector de la Santa Iglesia.
Querido lector, ¡haga la experiencia! Pida, ahora mismo, la gracia que usted más necesite y tórnese, también, un testigo de ese afecto paternal. Experimente en sí esa omnipotencia suplicante del Varón santo, cuyo título es: ¡José, el justo!
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