Cuando comulgamos, no somos nosotros los que asumimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino nosotros somos transformados por Él, tornándonos, de algún modo, en el divino alimento que recibimos
Redacción – (Martes, 24-07-2018, Gaudium Press) Cuando comulgamos, no somos nosotros los que asumimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino nosotros somos transformados por Él, tornándonos, de algún modo, en el divino alimento que recibimos.
Una época habituada a velocidades casi ilimitadas va acostumbrando a sus hijos a las informaciones breves y sintéticas, en las cuales la reflexión saludable de antes pierde terreno, muchas veces dejando lugar a una desenfrenada ansia de novedades. Ahora, eso puede tornar al hombre propenso a ver su fe menguar por la falta de profundización en el conocimiento de las realidades sobrenaturales.
Tal vez de ese modo se explique la dificultad en abordar, en la actualidad, temas que deberían ser muy conocidos por los fieles. Y lo son, pero de una forma tan superficial que casi equivale a un desconocimiento completo.
Una definición simple en la apariencia
Si preguntásemos, por ejemplo, a algún asiduo frecuentador de la Iglesia, cuáles son los beneficios traídos por una Santa Misa, ¿obtendríamos respuesta satisfactoria? Nótese que nos estamos refiriendo a algo profundamente vinculado a la rutina dominical de un buen cristiano…
Y si queremos indagar respecto al misterio de la Sagrada Eucaristía, ¿cuántos estarían en condiciones de exponernos esa verdad de Fe?
Alguien más sagaz dirá: “¡La respuesta está en la Biblia! La Eucaristía es la ‘Cena del Señor’, instituida ‘en la noche en que iba ser entregado’ (I Cor 11, 23), conforme las palabras del propio Salvador: ‘Tomad, comed, esto es mi Cuerpo’ (Mt 26, 26), ‘entregado por vosotros’ (I Cor 11, 24). Y, tomando el cáliz, lo pasó a los discípulos diciéndoles: ‘Bebed todos de él, pues esta es mi Sangre en la Nueva Alianza, que es derramada en favor de muchos, para la remisión de los pecados’ (Mt 26, 27-28)”.
A primera vista, respuesta completa… Entretanto, dos milenios no bastaron a la Iglesia Católica para extraer todos los tesoros que esa definición, aparentemente simple, contiene. Solamente en ella, vemos aparecer las tres dimensiones del misterio eucarístico: “Tomad, comed”, Sacramento-Comunión; “esto es mi Cuerpo”, Sacramento-Presencia; “entregado por vosotros”, Sacramento-Sacrificio.
Las tres dimensiones de la Sagrada Eucaristía
La Eucaristía, en efecto, podría ser comparada a un triángulo equilátero: si uno de sus lados fuese ampliado o disminuida, él dejaría de ser equilátero. De modo análogo, precisa haber un equilibrio perfecto entre cada uno de esos tres aspectos del Sacramento de la Eucaristía. Si uno de ellos es enfatizado excesivamente en detrimento de los otros, se corre el riesgo de que el Sacramento pierda su identidad.
A lo largo de la Historia, la Santa Iglesia tuvo por bien realzar uno u otro aspecto de la Sagrada Eucaristía, sea para refutar herejías, sea para atender anhelos de los fieles o conveniencias pastorales, a fin de colocar en el debido equilibrio la doctrina acerca de esa augusta institución de Cristo. Nótese bien, la Iglesia realzó uno u otro aspecto, pero sin distorsionar la realidad del Sacramento.
De gran beneficio para nuestra virtud de la fe será el hecho de detenernos algunos instantes sobre cada uno de esos tres aspectos del Santísimo Sacramento. Comencemos, entonces, por el primero: la Eucaristía como Comunión, siguiendo así el orden de las palabras divinas en el momento de la institución “Tomad, comed”.
Trazo de unión entre diferentes naturalezas
Cuando hablamos en Comunión, viene a nuestra mente la idea de comida, unida a una convivencia estrecha, familiar, amigable, en torno de una mesa llena en viandas y caridad fraterna. Propiamente un ágape. En la mesa, de hecho, se restaura las fuerzas, pero también se consolidan las amistades, se dan gracias por beneficios recibidos, se solidifica la unión familiar y destinos de pueblos pueden ser decididos.
Ya en el Antiguo Testamento se encuentran elocuentes pasajes mostrando esa íntima relación entre convivencia y alimento. Recordemos la Pascua hebraica, en la cual familiares y vecinos convivían con extranjeros, suspendiendo temporariamente riñas y desavenencias. Juntos comían hierbas amargas en memoria de dolores pasados, y panes ázimos, para recordar la prisa del éxodo, ocasión en que ni hubo tiempo para fermentar la masa del trigo.
Por otro lado, Abraham llegó a ofrecer pan para restaurar las fuerzas, y un repasto con perfume sacrificial, a tres misteriosos mensajeros celestes (cf. Gn 18, 3-5). En otro pasaje, un Ángel vino en socorro del fatigado e ígneo profeta del Carmelo, Elías, el cual recuperó sus fuerzas después de haber comido el pan angelical, cocido bajo las cenizas con algunas brasas vivas, entregado por el servidor angélico (cf. II Rs 19, 6).
Y es curioso notar el sublime intercambio: Ángeles alimentados por hombres, hombres por Ángeles, y el alimento sirviendo de trazo de unión entre naturalezas tan diferentes… ¿Qué decir, entonces, cuando el propio Dios sirve al hombre con “pan del Cielo” (Ex 16, 3), el maná, alimento que revigorizó el pueblo de la Alianza durante cuarenta años, a fin de que soportase las amarguras y los horrores de la peregrinación?
Sin duda, esos episodios son prefiguras de la Eucaristía, alimento de la Nueva Alianza, “verdadero Pan del Cielo” (Jo 6, 48), por medio del cual Él se da en alimento a los hombres.
Por el P. Alex Barbosa Brito, EP
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