Revolviendo lentamente las cenizas de lo que quedó del altar comprobaron que el sagrario se había quemado por completo. ¿Y el Santísimo Sacramento? ¿Llegaron a tiempo de salvarlo?
Todos los jueves la catedral se llenaba desde muy temprano, pues ese día reservado a la Eucaristía era celebrado con mucha piedad por los fieles de aquella ciudad. Por la mañana, Mons. Matías, el obispo, presidía la Santa Misa y exponía el Santísimo Sacramento en la hermosa custodia dorada y adornada con pedrería, revestido con la capa pluvial toda bordada, bajo una cortina perfumada de incienso y al son de los cánticos y del repique de las campanas.
Durante todo el día los fieles venían a visitar a Jesús en la Sagrada Hostia, para agradecerle los favores recibidos, presentarle nuevas peticiones, depositar a sus pies sufrimientos y aflicciones o tan sólo para hacerle compañía en profunda adoración.
Al caer la tarde, Mons. Matías bendecía solemnemente al pueblo que abarrotaba las naves del templo, ocupando incluso el atrio de la suntuosa catedral.
— “A tan alto Sacramento veneremos reverentes”…
Por las calles vecinas resonaba al unísono el himno litúrgico, entonado por todos los presentes. Y el Santísimo era reservado en el sagrario, después de haber derramado torrentes de gracias sobre gente tan sencilla, pero con mucha fe.
La ciudad prosperaba y todos consideraban que ese progreso era fruto de las bendiciones de Dios. Sin embargo, el crecimiento trajo diversas necesidades. Por ejemplo, se hizo urgente levantar un puente para cruzar el río Aguapé, pues las casas habían llegado hasta la orilla opuesta y la travesía sólo se hacía en barca.
Entonces el alcalde contrató a una constructora para empezar las obras. No obstante, entre los trabajadores que vinieron de otras regiones para construir el puente se encontraba un hombre incrédulo, de nombre Dionisio, que se burlaba de la fe de sus compañeros.
Blasfemaba y decía que allí todos adoraban a un pedazo de pan que no podía hacer nada por nadie. En vano intentaron explicarle las verdades de la religión. La mofa se convirtió en cólera. Siempre procuraba pasar lejos de la catedral y no soportaba oír los cánticos religiosos que llenaban las calles y plazas todas las semanas. Un día, dando rienda suelta a su odio, se propuso poner fin de una vez por todas a lo que juzgaba mera superstición y estupidez. Ideó un malvado plan y se apresuró a ejecutarlo…
Era jueves, mientras el pueblo iba saliendo de la catedral después de la bendición solemne, Dionisio entró sigilosamente por una puerta lateral y logró esconderse en un confesionario, pasando desapercibido hasta que la última luz de la iglesia se apagó y todas las puertas se cerraron.
Ya estaba bastante oscuro. Las piernas de Dionisio temblaban y su corazón latía acelerado. Por fin acabaría con todas esas cosas. Se acercó lentamente al altar mayor y se llevó un susto. La luz parpadeante de la lámpara del Santísimo se movía cada vez más rápido, dibujando asustadoras sombras en la pared, cuyas figuras parecían decirle que tuviera cuidado con lo que iba a hacer…
Recuperando el control de sí mismo, lleno de odio, cogió una vela que estaba en el altar y la encendió en la propia lámpara. Se aseguró de que el retablo y el tabernáculo eran de madera y les prendió fuego.
Las llamas empezaron tímidas y fueron creciendo, creciendo, hasta convertirse en enormes llamaradas que quemaron la mesa del altar, el mantel de lino, y con furor se abalanzaron sobre el sagrario…
Jorge, el sacristán, andaba por la calle no muy lejos de la catedral. Antes de doblar la esquina se volvió para contemplar una vez más el imponente edificio. Entonces se dio cuenta de que había luz dentro y pensó: “¡Qué extraño! Estoy seguro de que no dejé nada encendido…”.
Decidió volver y cuando entró… ¡qué desolación! El fuego consumía con voracidad todo lo que encontraba por delante. El altar y el sagrario ya casi no existían. Corrió hacia el presbiterio y se dejó la puerta del templo abierta, por donde huyó Dionisio sin ser visto. Jorge dio la alarma y a toda velocidad intentó apagar el incendio.
El obispo acudió de inmediato y los bomberos actuaron apresuradamente. En toda la ciudad se armó un gran revuelo. Como el fuego estaba en una zona restringida, fue extinguido sin mayores consecuencias. Pero todos se preguntaban con ansiedad:
– ¿Y el Santísimo Sacramento?
– ¿Consiguieron llegar a tiempo de salvarlo ?
Mons. Matías y Jorge iban quitando lentamente lo que quedaba del altar y comprobaron que el sagrario se había quemado por completo. Mientras removían las cenizas y los pedazos de madera calcinada buscando el copón, ¡oh prodigio!, lo encontraron intacto. Todas las formas estaban en perfecto estado, sin nada de hollín u olor a quemado, y exhalando un agradable perfume.
El obispo pidió que tocaran las campanas y, en mitad de la noche, se organizó una procesión por las calles de la ciudad para dar gracias a Dios por haber conservado incólumes las Sagra das Especies en medio del incendio, que pensaban había sido accidental…
Sin embargo, el prodigio más grande aún estaba por realizarse. Dionisio, escondido en las inmediaciones de la catedral, fue asumido por una irresistible gracia de arrepentimiento.
Se lanzó a los pies de Mons. Matías, que llevaba el copón en la procesión, y se acusó de su crimen.
Sus lágrimas eran de amor y adoración por Aquel a quien había querido destruir y que en su infinita bondad lo había convertido. Ante tal acontecimiento, la devoción eucarística en la ciudad aumentó aún más y se convirtió en un ejemplo de amor al Santísimo Sacramento para toda la región. El copón del milagro se conservó en continua adoración, en una capilla especial, para perpetua memoria de ese hecho.
Autor : Hna. Ana Rafaela Maragno, EP
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