Con su inmensa popularidad y sus asombrosos dones sobrenaturales, San Pío de Pietrelcina fue, por encima de todo, un alma crucificada, ofrecida como víctima voluntaria por el mundo, sumida en un permanente coloquio con el Señor. De esas íntimas profundidades emerge la fuerza con la cual llegó a identificarse por entero con Cristo. Los estigmas de la Pasión son el sello exterior de esa unión mística entre el Creador y su criatura .
«En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6, 14).
Padre Pío de Pietrelcina, al igual que el apóstol Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado la Cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su gloria. Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a Él por medio de la inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el seguimiento y la imitación de Cristo Crucificado fue tan generoso y perfecto que hubiera podido decir «con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 19).
Derramó sin parar los tesoros de la gracia que Dios le había concedido con especial generosidad a través de su ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrado una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.
Este es uno de esos hombres extraordinarios que Dios envía a la tierra de vez en cuando para la conversión de los hombres”, dijo al Papa Benedicto XV un Obispo de Uruguay luego de visitar al Padre Pío.
Con esas palabras, el Prelado supo dar a la figura del fraile capuchino toda su dimensión: es la visita que Dios hace a la Humanidad en determinadas épocas, para indicarle el camino a la salvación. Con su inmensa popularidad y sus asombrosos dones sobrenaturales, San Pío de Pietrelcina fue, por encima de todo, un alma crucificada, ofrecida como víctima voluntaria por el mundo, sumida en un permanente coloquio con el Señor. De esas íntimas profundidades emerge la fuerza con la cual llegó a identificarse por entero con Cristo. Los estigmas de la Pasión son el sello exterior de esa unión mística entre el Creador y su criatura.
La vocación
Francisco Forgione de Nunzio nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, pequeño poblado vecino a Benevento, en el sur de Italia. Sus padres, Grazio y María Giuseppa, lo llevaron a la pila bautismal al día siguiente en la iglesia Santa María de los Ángeles, iglesia donde realizó después su primera comunión a los doce años.
Era tenido por un niño callado porque raras veces jugaba con los demás. Cuando le pedían explicaciones a ese respecto, respondía que “ellos blasfemaban”. Sus silencios correspondían a precoces pero hondas meditaciones, a momentos de oración entremezclados con la práctica de austeridades que ya señalaban la vocación que desde los 5 años veía con claridad: ser capuchino.
En enero de 1903, con 16 años, entró como novicio a la Orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone. Terminado el año de noviciado emitió sus votos simples, que son profesados solemnemente en enero de 1907.
Con los frecuentes traslados de convento durante los estudios necesarios para la ordenación, su precario estado de salud empeoró tanto, que le fue necesario volver a la casa paterna por orden de sus superiores, para la convalecencia. Aun así, no abandonó la vida regular de oración y meditación, unido en espíritu a sus hermanos que permanecían en el monasterio. En enero de 1910 pidió ser ordenado sacerdote prematuramente, ya que temía morir en cualquier momento. En agosto del mismo año fue ordenado en la capilla del Arzobispo de Benevento. Tuvo que regresar en seguida a Pietrelcina, donde permaneció hasta 1916.
En septiembre de 1916, sus superiores notaron una pequeña mejoría en su estado de salud y decidieron mandarlo al convento de Santa María de las Gracias, situado en San Giovanni Rotondo. Fue una alegría para él poder dedicarse a la vida de comunidad y seguir la regla de los capuchinos.
El día 25 de mayo de 1917 merece ser registrado en su larga y santa vida. Cumplió 30 años; y mientras rezaba en el coro de la iglesia, fue agraciado con los estigmas de la crucifixión de Jesús, que permanecerán en él por más de 50 años.
En el convento comenzó desempeñándose como director espiritual y maestro de novicios. También confesaba a los habitantes del pueblo que frecuentaban la iglesia conventual. Estos fueron quienes, poco a poco, notaron las especiales características del nuevo padre: sus misas a veces duraban tres horas, pues con frecuencia entraba en éxtasis, y los consejos que daba en el confesionario revelaban a alguien que “leía las almas”.
Cierta vez llegó una joven de Florencia, muy atribulada pues un familiar cercano había tenido la desgracia de suicidarse arrojándose al río Arno. Ya había oído hablar del padre de San Giovanni y después de la misa se dirigió a la sacristía para hablar con él. Apenas éste vio a la joven, completamente desconocida para él, le dijo con dulzura:
– Del puente al río hay unos segundos…
La joven, sorprendida y llorando, sólo pudo responder:
– Gracias padre.
Hechos maravillosos como éste se repetían todos los días. Llegaban incrédulos que salían arrepentidos de su falta de Fe. Personas desesperadas recobraban la confianza y la paz de alma. Enfermos volvían curados a sus hogares.
La compañía del Ángel de la Guarda
Un rasgo que descubre su privilegiado contacto con el mundo sobrenatural es la estrecha relación que mantuvo la vida entera con su Ángel de la Guarda, al que llamaba “mi amigo de infancia”. Era su mejor confidente y consejero. Cuando aún era un niño, un profesor decidió comprobar si esa magnífica intimidad era cierta. Le escribió varias cartas en francés y latín, lenguas que el padre Pío desconocía entonces. Al recibir las respuestas, estupefacto exclamó:
– ¿Cómo puedes saber el contenido, ya que del griego no conoces siquiera el alfabeto?
– Mi ángel de la Guarda me lo explica todo.
Gracias a un amigo como ése, junto al auxilio sobrenatural de Jesús y María, el santo pudo ir purificando su alma en el crisol de los sufrimientos físicos y morales que nunca le faltaron.
El amor a las almas
Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.
En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la «Casa del Alivio del Sufrimiento», inaugurada el 5 de mayo de 1956.
Para el Siervo de Dios la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: «En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios». La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios.
Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban. El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.
Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.
Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios.
Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto. Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad. Aceptó en silencio las numerosas intervenciones de las Autoridades y calló siempre ante las calumnias.
Un gran confesor
Cuando el Padre Pío cantó su primera Misa solemne, su antiguo confesor, el P. Agostino, dirigió a su pupilo en el sermón unas palabras que se mostraron proféticas: “No tienes mucha salud, no puedes ser un predicador. Te deseo, pues, que seas un gran confesor”.
Décadas más tarde alguien le preguntó qué misión Cristo le había encomendado; el santo capuchino respondió con sencillez: “¿Yo? Yo soy confesor”.
Los prodigiosos dones místicos recibidos de la Providencia no eran sino un anzuelo para arrastrar a las almas a purificarse de sus pecados en el sacramento de la Reconciliación. Pasaba hasta 15 horas al día en el confesionario.
A sus pies se arrodillaban personas de todas las edades y condiciones sociales, hasta obispos y sacerdotes, en busca de absolución, consejo y paz de alma. Las colas para confesarse eran enormes, al punto de hacer necesaria la distribución de números con que ordenar
la atención.
Él leía al interior de las almas como en un libro abierto. Cierto día, un comerciante le pidió la cura de una hija muy enferma y recibió esta respuesta:
– Tú estás mucho más enfermo que tu hija; yo te veo muerto. ¿Cómo puedes estar bien con tantos pecados en la conciencia? ¡Estoy viendo por lo menos treinta y dos!
El hombre, sorprendido, respondió prontamente a la gracia recibida, hincándose para confesarse. Al terminar, le dijo a quien quisiera oírlo: “¡Él sabía todo y me ha dicho todo!”.
Otra vez, un abogado de Génova, ateo militante, decidió ir a San Giovanni Rotondo para “desenmascarar ese fraude de frailes”. No bien entró a la sacristía con los peregrinos, cuando el Padre Pío lo interpeló sin nunca haberlo visto antes, denunciando sus malas intenciones. Enseguida, sin decir más, le señaló el confesionario.
Ante la estupefacción general, el abogado se arrodilló, abrió su corazón y con la ayuda del santo examinó toda su vida pasada. Se levantó hecho otro hombre. Permaneció tres días en el convento, saboreando la inocencia recobrada, y retornó a su ciudad natal. Su conversión fue titular de los periódicos. Poco después regresó a San Giovanni para recibir del Padre Pío el escapulario de la Orden Tercera Franciscana.
Amor al sufrimiento
Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espírituales y de la propia conciencia.
Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.
Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedecióen todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.
Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.
Su salud, desde la juventud, no fue muy robusta y, especialmente en los últimos años de su vida, empeoró rápidamente.
Madre mía, ¿ya partes y me dejas enfermo?. . .
Las enfermedades del Padre Pío desconcertaron a cuanto médico las trató. Antes de los 30 años lo examinó un especialista en enfermedades pulmonares, que
le pronosticó pocas semanas de vida… y vivió aún más de medio siglo. Sus estigmas sangraron diariamente por más de cincuenta años, sin nunca infectarse ni cicatrizar.
El 25 de abril de 1959 los médicos le diagnosticaron bronconeumonía complicada con pleuresía, que lo obligó a un reposo absoluto. Esto lo hacía sufrir, por privarlo de ejercer su ministerio para bien de las almas.
Ese mismo día llegó a Italia la imagen de Nuestra Señora de Fátima. En San Giovanni Rotondo fue recibida por el Arzobispo y todo el clero de la región, junto a una multitud de fieles.
El Padre Pío les había dicho: “Abramos nuestros corazones a la confianza y a la esperanza. Ella viene con las manos llenas de gracias y bendiciones. Debemos amar a nuestra madre celestial con perseverancia, y no nos abandonará en la pena cuando se vaya de aquí”.
Moviéndose en silla de ruedas, el santo había podido besar los pies de la imagen sagrada y colocar un rosario entre sus manos. Por la tarde la imagen partió en helicóptero desde la terraza del hospital con destino a Sicilia, dando tres vueltas sobre al convento para una última bendición a la muchedumbre reunida en la plaza.
El Padre Pío, que miraba todo desde una ventana, no pudo contenerse y exclamó:
– –¡Señora, Madre mía! Desde que has entrado a Italia estoy enfermo… ¿Ahora te vas y me dejas así!?
En el acto sintió un “escalofrío en los huesos” y dijo a sus hermanos presentes:
– ¡Estoy curado!
Y lo estaba de verdad. El 10 de agosto pudo celebrar misa nuevamente, afirmando: “Estoy sano y fuerte como nunca en mi vida”.
Al final, la glorificación
La hermana muerte lo sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.
El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de la muerte del Siervo de Dios, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: «!Mirad qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento».
Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas.
En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas.
De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a su Siervo fiel. No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. Examinadas todas las circunstancias, la Santa Sede, a tenor del Motu Proprio «Sanctitas Clarior» concedió el nulla osta el 29 de noviembre de 1982. El Arzobispo de Manfredonia pudo así proceder a la introducción de la Causa y a la celebración del proceso de conocimiento (1983-1990). El 7 de diciembre de 1990 la Congregación para las Causas de los Santos reconoció la validez jurídica. Acabada la Positio, se discutió, como es costumbre, si el Siervo de Dios había ejercitado las virtudes en grado heroico. El 13 de junio de 1997 tuvo lugar el Congreso Peculiar de Consultores teólogos con resultado positivo. En la Sesión ordinaria del 21 de octubre siguiente, siendo ponente de la Causa Mons. Andrea María Erba, Obispo de Velletri-Segni, los Padres Cardenales y obispos reconocieron que el Padre Pío ejerció en grado heroico las virtudes teologales, cardinales y las relacionadas con las mismas.
El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes. Para la beatificación del Padre Pío, la Postulación presentó al Dicasterio competente la curación de la Señora Consiglia De Martino, de Salerno (Italia). Sobre este caso se celebró el preceptivo proceso canónico ante el Tribunal Eclesiástico de la Archidiócesis de Salerno-Campagna-Acerno de julio de 1996 a junio de 1997 y fue reconocida su validez con decreto del 26 de septiembre de 1997. El 30 de abril de 1998 tuvo lugar, en la Congregación para las Causas de los Santos, el examen de la Consulta Médica y, el 22 de junio del mismo año, el Congreso peculiar de Consultores teólogos. El 20 de octubre siguiente, en el Vaticano, se reunió la Congregación ordinaria de Cardenales y obispos, miembros del Dicasterio, siendo Ponente Mons. Andrea M. Erba, y el 21 de diciembre de 1998 se promulgó, en presencia de Juan Pablo II, el Decreto sobre el milagro.
El 2 de mayo de 1999 a lo largo de una solemne Concelebración Eucarística en la plaza de San Pedro Su Santidad Juan Pablo II, con su autoridad apostólica declaró Beato al Venerable Siervo de Dios Pío de Pietrelcina, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.
Para la canonización del Beato Pío de Pietrelcina, la Postulación ha presentado al Dicasterio competente la curación del pequeño Mateo Pio Colella de San Giovanni Rotondo. Sobre el caso se ha celebrado el regular Proceso canónico ante el Tribunal eclesiástico de la archidiócesis de Manfredonia?Vieste del 11 de junio al 17 de octubre del 2000. El 23 de octubre siguiente la documentación se entregó en la Congregación de las Causas de los Santos. El 22 de noviembre del 2001 tuvo lugar, en la Congregación de las Causas de los Santos, el examen médico. El 11 de diciembre se celebró el Congreso Particular de los Consultores Teólogos y el 18 del mismo mes la Sesión Ordinaria de Cardenales y Obispos. El 20 de diciembre, en presencia de Juan Pablo II, se ha promulgado el Decreto sobre el milagro y el 26 de febrero del 2002 se promulgó el Decreto sobre la canonización.
Fuente:
www.vatican.va
Revista Heraldos del Evangelio, Sept/2004, n. 14, pag 20 a 23
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