En la oscuridad de este mundo, el brazo de Dios no nos abandonará,

y no permitirá, que el mal triunfe.

Cuando tomamos conocimiento de que en la Iglesia de Holanda se ha propuesto que 326 parroquias sean fusionadas en 48, que se demuelen templos o son transformados en bibliotecas, tiendas o restaurantes, y que los materiales religiosos son vendidos a países de América o África.

Cuando nos llegan informaciones que, en Alemania, en los últimos 20 años, fueron más de 3.000 parroquias que cerraron. Ahora, en la diócesis de Trier sugieren que, de 800 pasen a 35, proyecto frenado por la Congregación para el Clero.

La causa es, la continua disminución de fieles, no solo en estos países, sino también en otros de la vieja Europa. Hechos actuales que confirman palabras de San Juan Pablo II en el año 2003: “tenemos ante nosotros un mundo en el que, incluso en las regiones de antigua tradición cristiana, los signos del Evangelio se van atenuando” (Spiritus et sponsa, 11) y de Benedicto XVI: “en amplias zonas de la tierra la fe corre el peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento” (27-1-2012).

Por otro lado, llegan a nosotros noticias de los errores, de todo tipo, que se van diseminando en diversos ambientes del mundo católico. Calificados como “el veneno que paraliza a la Iglesia” por el Cardenal Müller, Prefecto Emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y que presionan para que nos adaptemos al “espíritu de la época, para relativizar los mandamientos de Dios y reinterpretar la doctrina de la fe”.

En sentido opuesto, en otros lugares del mundo, miles de heroicos misioneros son asesinados anualmente por predicar el Evangelio. Informes indican que, el número de países en donde los cristianos sufren persecución ya supera los 144. Nunca antes en la Historia, tantos cristianos, enfrentaron persecución.

La deserción de fieles produce en nosotros un gran pesar, el desmantelar los edificios sagrados nos desconsuela, la persecución religiosa nos deja estremecidos, la desfiguración de la verdadera fisonomía de la Santa Iglesia adentro de sus propios muros, nos deja acongojados e indignados. La vemos humillada, calumniada, despreciada y ridiculizada, por sus enemigos internos y externos; la vemos objeto de olvido y de respeto humano, de parte de sus hijos tibios.

Un tipo de “lepra” pareciera haber tomado cuenta de partes de su “cuerpo”, una aparente “parálisis” la inmoviliza. Estamos frente a una, como que, “pasión” del Cuerpo Místico de Cristo, la Santa Iglesia.

En cierta oportunidad, el Cardenal Ratzinger afirmaba, “quasi” profetizando: “la Iglesia podría empequeñecerse, de tal modo que, algún día, se convirtiera, en una Iglesia de minorías” (Sal de la tierra)

Triste panorama, agravado en este período de cuarentena mundial que ha dejado a la Iglesia – por las normas preventivas con sus puertas cerradas – en una especie de situación catacumbal; aunque, en bastantes países, están viendo la luz del día nuevamente.

No sabemos cómo será este resurgir, esta salida del encierro, en que los fieles apenas han tenido un acompañamiento virtual a través de los medios electrónicos; en que no han podido recibir los sacramentos del perdón, la sagrada Comunión, bautismos, casamientos, unción de los enfermos. Podemos afirmar que vemos a los miembros del Pueblo de Dios, “cansados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor” (Mt, 9, 36).

Se explayaba Monseñor João Scognamiglio Clá Días, Fundador de los Heraldos del Evangelio, en uno de sus libros, al respecto de la situación del mundo contemporáneo, que podremos aplicarlo a lo que arriba relatamos: “Ante tan asustador panorama…¿dónde está esa voz?, ¿dónde esta la voz que conducirá a la humanidad extraviada al redil de la fidelidad a la Santa Iglesia?, y se preguntaba más aún: ¿Dios nos habrá abandonado?, ¿quién podrá creer que el Redentor, que quiere salvar a todos y llevarlos al conocimiento de la Verdad, haya resuelto permanecer en silencio cuando los hombres necesitan de Él?”

La nave de la Iglesia está pasando por tempestades. Nos viene al recuerdo uno de los sueños que San Juan Bosco comentaba a sus jóvenes, verdaderas visiones del futuro.

Les decía. “Quiero contar un sueño. Un mar con incontables naves en orden de batalla, con cañones, material incendiario y libros. Se dirigen contra otra nave mayor – escoltada por navecillas que de ella reciben órdenes – para hacerle daño. El viento y la agitación del mar favorece a los enemigos.

En la inmensidad del mar se levantan dos robustas columnas. Sobre una la imagen de la Virgen Inmaculada. La otra, más grande, con una Hostia, el Santísimo Sacramento.

El comandante de la nave es el Romano Pontífice. Empuña el timón llevando la nave hacia las columnas, de las cuales penden cadenas. Las naves enemigas lanzan escritos, libros, materiales incendiarios, accionan cañones. La gigantesca nave prosigue su camino en medio de las blasfemias y maldiciones. El Pontífice es herido y muere. Otro ocupa el puesto vacante. El nuevo Pontífice guía la nave y la amarra a las columnas. Al momento, las naves enemigas huyen, se dispersan, se destruyen mutuamente. Las naves pequeñas que acompañaban la del Papa, permanecen tranquilas a su lado. En el mar reina una calma absoluta”. Don Bosco explicó después: “las naves enemigas son las persecuciones, se preparan días difíciles para la Iglesia”.

Realmente, profetizó. El Cardenal Ratzinger – 158 años después -, en la homilía de la misa previa a su elección como Pontífice, previendo los tiempos actuales de la vida de la Iglesia afirmaba: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento! La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro” (18-4-2005).

Ante esto, bien podemos decir, sin temor a ser desmentidos, para estimular la confianza – tanto en católicos como en aquellos que no lo son – que el brazo de Dios no nos abandonará y no permitirá que el mal triunfe, ni que los poderes infernales logren destruir la Iglesia. Nuestro Señor Jesucristo se lo afirmó a su primer Vicario en la tierra: “Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella” (Mt 16, 18).

Pidamos a Dios nuestro Señor, por intercesión de la siempre Virgen María que, en medio de la oscuridad de este mundo, permanezcamos manifiestamente católicos, viviendo y muriendo en la grandeza de la Verdad que nos enseña la Santa Iglesia. Poniendo nuestra esperanza en el esplendor anunciado por la Virgen en Fátima, al afirmar el triunfo del su Inmaculado Corazón, es decir, una nueva era histórica en la que refulgirá la presencia del Espíritu Santo y de María Santísima, el Reino de María.

 Fernando Gioia, EP

Heraldos del Evangelio

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