Evangelio:

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Ellos respondieron: “Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Él les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?” Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús, respondiendo, dijo: “Bienaventurado eres tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y lo que desates en la tierra será desatado en los cielos” (Mt 16, 13-19).

Un simple pescador de Betsaida proclama que el hijo de un carpintero es realmente Hijo de Dios, por naturaleza. Allí fue plantado el grano de mostaza, del cual nacerían las iglesias, las ceremonias, las universidades, los mártires, doctores y santos, en fin, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

1.jpgMons. João Clá Dias, EP

I – Consideraciones iniciales

Cuesta encontrar a alguien que no haya comprobado la consonancia de sonidos en cristales armónicos. Basta un simple golpe en uno de ellos para que los demás vibren en afinidad; incluso, sirve como prueba para establecer la autenticidad de unas copas frente a otras.

Lo mismo ocurre en el campo de las almas. Las que son entrañablemente católicas se distinguen con facilidad de las tibias, ateas o heréticas, cuando hacemos “sonar” una simple nota: el amor al Papado, sea quien sea el Papa. Las almas fervorosas se inflaman, las tibias permanecen indiferentes, otras se incomodan, etc.

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 Imagen de San Pedro

Basílica del Vaticano

Pues bien, ésta es la materia del Evangelio de hoy. A fin de prepararnos para contemplar los panoramas que nos ofrece, se nos ocurrió reproducir las consideraciones siguientes. Así podremos hacernos una idea de la calidad del “cristal” de nuestra alma:

Todo cuanto hay en la Iglesia de santidad, de autoridad, de virtud sobrenatural, todo, absolutamente todo esto sin excepción, ni condición ni restricción, está subordinado, condicionado, dependiente de la unión a la Cátedra de San Pedro. Las instituciones más sagradas, las obras más venerables, las tradiciones más santas, las personas más insignes, en fin, todo lo que más genuina y soberanamente pueda expresar al Catolicismo y adornar a la Iglesia de Dios, todo esto se vuelve nulo, maldito, estéril, digno del fuego eterno y de la ira de Dios, si se aparta del Romano Pontífice. Conocemos la parábola de la vid y los sarmientos. En esa parábola, la vid es Nuestro Señor, los sarmientos son los fieles.

Pero como Nuestro Señor se unió de manera indisoluble a la Cátedra Romana, se puede decir con total seguridad que la parábola sería verdadera entendiéndose la vid como la Santa Sede y los sarmientos como las varias diócesis, parroquias, órdenes religiosas, instituciones particulares, familias, pueblos y personas que constituyen la Iglesia y la Cristiandad. I Todo esto sólo será verdaderamente fecundo en la medida que tenga una íntima, calurosa, incondicional unión a la Cátedra de San Pedro”.

“‘Incondicional’, decimos, y con razónEn moral, no hay condicionalismos legítimos. Todo está subordinado a la grande y esencial condición de servir a Dios. Pero, dado que el Santo Padre es infalible, la unión a su infalible magisterio [únicamente] puede ser incondicional.

Por esto, es signo de vigor espiritual de los fieles una extrema susceptibilidad, una vibrátil y vivaz delicadeza con todo lo referido a la seguridad, gloria y tranquilidad del Romano Pontífice. Después del amor a Dios, es éste el más alto de los amores que la Religión nos enseña. Un amor y el otro hasta se confundenCuando santa Juana de Arco fue interrogada por sus perseguidores, que querían matarla, y para esto buscaban hacerla caer en algún error teológico por medio de preguntas capciosas, ella respondió: ‘En cuanto a Cristo y a la Iglesia, para mí son una sola cosa’.

Y nosotros podríamos decir: ‘Para nosotros, entre el Papa y Jesucristo no hay diferencia’Todo lo que se relaciona con el Papa se relaciona directa, íntima e indisolublemente con Jesucristo“1.

II – El Evangelio: “Tu es petrus”

Pregunta de Jesús y circunstancias en que fue hecha

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”.

La ciudad en la cual se desarrolla el evangelio de hoy había sido construida por el tetrarca Filipo, que para atraer la simpatía del emperador César Augusto, le dio el nombre de Cesarea. Desconoce la Historia el recorrido exacto que emprendieron el Señor y los apóstoles a esa altura de los acontecimientos; la conjetura más probable es que hayan seguido el camino de Damasco hacia Jerusalén, cerca del puente de las Hijas de Jacob. El territorio donde nace el río Jordán, comprendido entre Julias y Cesarea, es rocoso, solitario y accidentado. Ahí, en esa montañosa y pétrea localidad, Herodes el Grande erigió un vistoso templo de mármol blanco en homenaje al emperador César Augusto. Caminando sobre las piedras de la región, y tal vez con dicho templo al alcance de la vista, se produjo el diálogo durante el cual quedaron explícitas para los apóstoles la naturaleza divina de Jesús y la edificación de la Santa Iglesia.

Conviene recordar que la divina pedagogía de Jesús elegía los accidentes de la naturaleza sensible para efectos didácticos, haciendo comprender mejor así a sus oyentes las realidades invisibles del universo de la fe. Podríamos citar innumerables casos al respecto, pero basta recordar la manera en que Cristo convocó a los dos hermanos pescadores, Pedro y Andrés: “Seguidme y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). Por tanto, no nos basamos en razones meramente poéticas para suponer que el desarrollo de esta conversación se verificó sobre las piedras; como trasfondo existe un elevado tenor simbólico. Allí había rocas que debían perpetuarse, y la contemplación de esas criaturas minerales, fruto de su omnipotencia, hacía más bella y solemne la profecía de la edificación de su indestructible Iglesia.

Algunos autores destacan otro aspecto importante: el hecho de que Jesús eligiera una región perteneciente a la gentilidad para manifestarse como Hijo de Dios y fundar el primado de su Iglesia. Lo interpretan como un presagio del rechazo al reino mesiánico por parte de los judíos, y su definitiva transferencia a los gentiles.

“Un día en que estaba él solo haciendo oración…” (Lc 9, 18). Según nos relata san Lucas, toda la conversación narrada en el evangelio de hoy se realizó después de que Jesús se hubiera recogido y “perdido” con sus facultades humanas en las infinitudes de su Padre eterno. Utilizó ese medio infalible de acción —la oración— para dar raíces y savia inmortales a la obra que plantaría.

Según la Glosa, “el Señor, queriendo afirmar a sus discípulos en la fe, comienza por alejar de sus espíritus las opiniones y los errores de otros” 2; es decir, fortalecía sus convicciones invitándolos a tomar conciencia clara de los equívocos de la opinión pública sobre la identidad de Cristo. Es curioso el comentario de san Juan Crisóstomo sobre el carácter “sumamente malicioso” 3 del juicio emitido por los escribas y fariseos acerca del Divino Maestro, muy distinto al que tenía la opinión pública, que a pesar de erróneo, no estaba motivado por ninguna maldad.

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 Detalle del cuadro “Cristo da las llaves a San Pedro”,
de Vicente Catena.

Museo del Prado, Madrid

Jesús no pregunta lo que piensa el resto acerca de Él, sino del Hijo del Hombre “con el fin de explorar la fe de los apóstoles y darles ocasión de decir libremente lo que sentían, aunque ello no excediera los límites de lo que podía sugerirles la santa Humanidad” 4. Jesús, gracias a los conocimientos que le eran propios, desde el divino al experimental, ya sabía cuáles eran las opiniones que circulaban con respecto a su figura, y por ende no necesitaba informarse; deseaba, eso sí, llevarlos a proclamar la verdad en respuesta a los errores de la opinión pública.

El pueblo no consideraba a Jesús como el Mesías

Ellos respondieron: “Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”.

Los apóstoles tenían noción exacta del juicio que los “hombres” de entonces se hacían del Divino Maestro. A pesar de todas las evidencias, de los milagros, de la doctrina nueva dotada con potencia, etc., el pueblo no lo consideraba el Mesías tan esperado. A ojos de todos, Jesús surgía como la resurrección o reaparición de anteriores profetas. No encontraban en él la eficaz magnificencia del po der político, tan esencial para la realización del fabuloso sueño mesiánico que los embriagaba. Por ello, lo imaginaban como el Bautista resucitado, o Elías, un precursor más específico, o incluso un Jeremías, eximio defensor de la nación teocrática (cf. 2 Mac 2, 1-12). En este versículo se aprecia con claridad cómo el espíritu humano se inclina hacia el error y se aleja fácilmente de los verdaderos prismas de la salvación. Pero al menos aquellos contemporáneos de Jesús todavía discernían algo grandioso en Él; sería interesante preguntarnos cómo lo ve la humanidad globalizada, cientificista y relativista de nuestros días.

Pedro lo reconoce como Hijo de Dios

Él les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”

San Juan Crisóstomo subraya la esencia de esta segunda pregunta 5. Sin refutar los errores de apreciación de los otros, Jesús quiere oír de labios de sus más íntimos el juicio que tienen de Él. Para hacerles más fácil la proclamación de su divinidad, no usa aquí el humilde título de Hijo del Hombre.

Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Pedro hablaba como intérprete de la opinión de todos, por ser el más fervoroso y el principal 6, aunque no era la primera vez en que se reconocía a Jesús como Hijo de Dios. Ya Natanael (cf. Jn 1, 49), los apóstoles tras la tempestad en el mar de Tiberíades (cf. Mt 14, 33) y el mismo Pedro (cf. Jn 6, 69) habían expuesto esa convicción.

Sola fides! Aquí no hay elemento alguno emocional o sensible, como en circunstancias anteriores. En medio de las rocas frías de un ambiente ecológico, lejos de acontecimientos arrebatadores y de la agitación de las turbas o de las olas, sólo se deja oír la voz de la fe.

Certísimo argumento es que Pedro llamó a Cristo hijo de Dios por naturaleza, cuando lo contrapone a Juan, Elías, Jeremías y los profetas, que fueron, claro está, hijos de Dios por adopción” 7. Además, como comenta el mismo Maldonado, Pedro da a Dios el título de “vivo” para distinguirlo de los dioses paganos, que son sustancias muertas. Y por fin, el artículo —como suele suceder en el griego— precediendo al sustantivo “hijo” , designa “hijo único” según la naturaleza, y no uno entre varios.

La ciencia humana no tiene fuerza para alcanzar la unión hipostática

Jesús, respondiendo, dijo: “Bienaventurado eres tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos”.

Al felicitar a su apóstol, Jesús avala la afirmación de Pedro al respecto de su filiación y, por tanto, de su naturaleza divina y consubstancial al Padre. Sobre este apartado, los co mentaristas se muestran unánimes. Era una costumbre judaica indicar la filiación de la persona para resaltar su importancia; en este caso concreto estaba la intención de manifestar que “Cristo es tan naturalmente Hijo de Dios, como lo es Pedro de [su padre] Juan, es decir, que es de la misma sustancia de aquél que le engendró” 8.

Las palabras de Pedro no son fruto de un raciocinio basado en el simple conocimiento experimental. Después de no pocas curaciones, los beneficiados habían conferido con exclamaciones al Salvador el título de “Hijo de David” (cf Mt 15,22; Mc 10,47, etc.), conocido como uno de los indicativos de Mesías. Los propios demonios, al encontrarse con él, lo proclamaban “el Santo de Dios” (Lc 4, 34), “el Hijo de Dios” (Lc 4, 41), “Hijo del Altísimo” (Lc 8, 28; Mc 5, 7). Él mismo declara ser “dueño del sábado” (Mt 12, 8), y tras la multiplicación de los panes la multitud quería aclamarlo “Rey” (Jn 6, 15). Muchos otros pasajes como éstos podrían indicarnos fácilmente las profundas impresiones causadas por Jesús en sus discípulos 9. Sin embargo, nunca antes Pedro recibió tal elogio salido de los labios del Salvador.

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El fundamento de la Iglesia es Pedro y todos sus sucesores,
los romanos pontífices, pues, en caso contrario, no
perduraría la existencia del edificio

Plaza de San Pedro – Vaticano

En este pasaje se lo declara bienaventurado, “porque mereció la alabanza de haber mirado y visto más allá de lo humano, no contemplando lo que es de carne y sangre, sino comprendiendo por revelación del Padre celestial al Hijo de Dios, y fue juzgado digno de conocer él primero, la Divinidad de Cristo” 10.

Por lo tanto, la afirmación de Pedro partió desde un discernimiento penetrante, lúcido y abarcador de la naturaleza divina del Hijo de Dios. La ciencia, la genialidad o cualquier otro don humano no tienen fuerza suficiente para alcanzar los páramos de la unión hipostática realizada en el Verbo Encarnado. Es indispensable que sea revelada por el propio Dios y aceptada por el hombre. Pero el hombre sin fe se aferra a sus propias ideas, tradiciones y estudios, rechazando a veces las pruebas más evidentes, como son los milagros. Para alguien así, Jesús no pasa —como mucho— de un sabio o de un profeta. Habrá también quienes no lo verán sino como “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55).

Esa es nuestra fe enseñada por la Iglesia, revelada por el propio Dios, anunciada por el Hijo, el enviado del Padre, y confirmada por el Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo. Las verdades de la fe no son fruto de sistemas filosóficos, ni de la elaboración de grandes sabios.

Jesús edifica su Iglesia sobre Pedro

“Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

Fue indispensable y excelente que Orígenes afirmara inspiradamente: “Pero no expresa el Señor si prevalecerá la piedra sobre que está edificada la Iglesia, o si será la Iglesia edificada sobre la piedra; sin embargo, es indudable que ni contra la piedra, ni contra la Iglesia prevalecen las puertas del infierno” 11. Sí, porque muchos esfuerzos y diligencias de un considerable número de herejes han sido empleados para destruir esa piedra, o sea, al Vicario de Jesucristo en la Tierra, en la tentativa de derribar el sagrado edificio de la Iglesia a partir de su fundamento, que es la alegría, consuelo y triunfo de los verdaderos católicos. En ese “edificaré” se encuentra el real anuncio del Reino de Jesús. El grande y divino designio comienza a de linearse en ese nombre, nunca usado hasta entonces: “mi Iglesia“.

El plan de Jesús es proclamado sobre las rocas de Cesarea, por el propio Hijo de Dios, que se presenta como un divino arquitecto para erigir ese edificio indestructible, grandioso y santísimo, la sociedad espiritual, constituida por hombres: militante en la Tierra, padeciente en el Purgatorio, triunfante en el Cielo. El conjunto de todos aquellos que se unen bajo la misma fe en esta tierra, se llama Iglesia. De ésta, el fundamento es Pedro y todos sus sucesores, los romanos pontífices, pues, en caso contrario, no perduraría la existencia del edificio. Es un punto vital de nuestra fe: “el hecho de estar edificada la Iglesia sobre el mismo Pedro” , algo que, por lo demás, “es admitido por todos los autores antiguos, a excepción de los herejes” 12.

Un solo cuerpo y un solo espíritu en torno al Sucesor de Pedro

Hay muchas personas constituidas en autoridad dentro de la Iglesia, a las cuales hemos de estar unidos por la obediencia. Sin embargo, toda esta variedad tiene que reducirse a un prelado primero y supremo, en quien principalmente se concentre el principado universal sobre todos. Ha de reducirse, digo, no sólo a Dios y a Cristo, mediador entre Dios y los hombres, sino también a su Vicario; y esto no por estatuto humano, sino por estatuto divino, mediante el cual Cristo constituyó a San Pedro en príncipe de los apóstoles, establecidos a su vez como príncipes sobre la tierra. Y esto lo hizo Cristo convenientísimamente, por exigirlo el orden de la justicia universal, la unidad de la Iglesia y la estabilidad tanto de este orden como de esta unidad” 13.

El “Tu es Petrus…” se aplicará a todos los elegidos en cónclave para sentarse en la Cátedra de la Infalibilidad. Así pues, murió Pedro pero no el Papa; y es alrededor de éste que la Iglesia mantiene su unidad.

Fácil es la prueba que confirma la fe y compendia la verdad. El Señor ha bla a San Pedro (Mt 16,18) y le dice: ‘Yo te digo a ti que tú eres Pedro…’ Y en otra parte (Jn 21,17), después de su resurrección: ‘Apacienta mis ovejas’. Sobre él solo edifica su Iglesia, y le encarga apacentar su rebaño. Y aunque a todos los apóstoles les confiere igual potestad (Jn 20,21) y les dice: ‘Como me envió mi Padre, así os envío yo…’, sin embargo, para manifestar la unidad, estableció una cátedra, y con su autoridad dispuso que el origen de esta unidad se fundamentase en uno. Cierto que todos los apóstoles eran lo mismo que Pedro, adornados con la misma participación de honor y de potestad; pero el principio dimana de la unidad, y a Pedro se le dio el primado para demostrar que una es la Iglesia de Cristo y una la cátedra. Todos son pastores, pero hay un solo rebaño, apacentado por todos los apóstoles de común acuerdo […].

El que no cree en esta unidad de la Iglesia, ¿puede tener fe? El que se opone y resiste a la Iglesia, el que abandona la cátedra de Pedro, sobre la que aquélla está fundada, ¿puede pensar que se halla dentro de la Iglesia? También el bienaventurado Pablo enseña lo mismo, y pone de manifiesto el misterio de la unidad, cuando dice (Ef 4,4-6): ‘Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios’” 14.

Jurisdicción plena, suprema y universal

Si leemos los Hechos de los Apóstoles, encontraremos a Pedro ejerciendo ese supremo poder, al hablar en primer lugar en las reuniones de los apóstoles, al proponer lo que debe hacerse, inaugurando la misión apostólica, acabando discusiones con su palabra, etc. Y así se ha perpetuado, a lo largo de dos milenios, la jurisdicción y el magisterio de los Papas.

Todo sucesor de Pedro posee verdadera jurisdicción, pues tiene el poder de promulgar leyes, juzgar e imponer penas, de forma directa, en materia espiritual, e indirecta, en el campo temporal, siempre que se presenten como necesarias para obtener bienes espirituales. Dicha jurisdicción es plena: no hay poder en la Iglesia que no resida en el Papa. Es universal, o sea, todos los miembros de la Iglesia (fieles, sacerdotes y obispos) están sometidos a él. Y además, suprema: el Papa está por encima de todos, y nadie por encima de él. Los mismos Concilios Ecuménicos no pueden realizarse si él no los convoca y preside.

Los propios estatutos conciliares no le obligan, teniendo él poder para cambiarlos o derogarlos.

Magisterio infalible

Otro tanto puede afirmarse sobre una función grande y análoga de Pedro y sus sucesores: el supremo Magisterio que no puede equivocarse, como columna que sostiene a la Iglesia. El Papa es infalible al hablar ex cathedra , o sea, en calidad de maestro ( doctor ) de todos los cristianos, al definir, con autoridad apostólica, doctrinas sobre fe y moral, que deben ser admitidas por toda la Iglesia universal.

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Papa Benedicto XVI

Ahí está el motivo por el cual “las puertas del infierno” no podrán prevalecer contra un edificio construido sobre la piedra que es Pedro.

Dulce Cristo en la tierra

“Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y lo que desates en la tierra será desatado en los cielos”.

Cristo retornaría al Padre, dejando en las manos de Pedro las llaves de Su Iglesia. “Quien tiene el uso legítimo y exclusivo de las llaves de una casa o ciudad es el mayordomo o intendente supremo que ha recibido los poderes del señor. La Iglesia es el reino de los cielos en este mundo: la Iglesia triunfante será el reino definitivo y eterno de los cielos, prolongación de esta misma Iglesia de la tierra, ya purificada de toda impureza. Pedro tendrá poder de abrir y cerrar la entrada en esta Iglesia temporal y, como consecuencia, en la eterna” 15.

La cabeza de ese cuerpo místico siempre será Cristo Jesús. Durante la Historia de la humanidad, Él será el jefe invisible, pero deja entre nosotros a un Pedro accesible, el “dulce Cristo en la tierra” (expresión usada por santa Catalina de Siena) a quien todos debemos amar como buen padre, obedecer hasta en sus mínimas sugerencias y consejos, honrar como a un supremo monarca, rey de reyes.

III – Nace una obra indestructible

Causa pasmo el desarrollo de ese acontecimiento histórico ocurrido en la “región de Cesarea de Filipo”. Un simple pescador de Betsaida proclama que el hijo de un carpintero es realmente Hijo de Dios, por naturaleza. Éste, en seguida, anuncia que edificará una obra indestructible y dejará en manos de su administrador, con plenos poderes de jurisdicción y magisterio, “las llaves del reino de los cielos” . El ambiente que los rodea es pobre, árido pero con cierta grandeza. Allí es plantado “el grano de mostaza” , del cual nacerían las iglesias, las catedrales, las ceremonias, los vitrales, las universidades, los hospitales, los mártires, los confesores, las vírgenes, los doctores, los santos, en fin, la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana.

Al cabo de dos milenios, después de muchas y catastróficas tempestades, la “nave de Pedro” sigue intacta, manteniendo a Cristo, con poder absoluto, en su centro. No hay otra institución que resistiera la corrupción producida por los desvíos morales o por la perversión de la razón y del egoísmo humano. Sólo la Iglesia supo enfrentar las teorías caóticas, oponiéndoles la verdad eterna; enfriar el egoísmo, la violencia y la voluptuosidad, utilizando las armas de la caridad, justicia y santidad; persuadir y reformar los poderes despóticos y materialistas de este mundo, con la solemne y desarmada influencia de una sabia, serena y maternal autoridad. Unas manos meramente humanas no podrían de erigir tan portentosa obra; sólo la virtud misma del propio Dios sería capaz de conferir santidad y elevar a la gloria eterna a hombres concebidos en pecado.

Notas:

1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Guerra e o Corpo Místico, em “O Legionário”, de 16/4/1944.
2 AQUINO, São Tomás de. Catena Aurea.
3 CRISÓSTOMO, San Juan. Homilía 54 sobre el Evangelio de San Mateo , § 1.
4 MALDONADO, SJ, P. Juan de. Comentario a los cuatro Evangelios. Madrid: BAC, 1950, v. I, p. 579.
5 Cf. CRISÓSTOMO. Op. cit. § 1.
6 Cf. CRISÓSTOMO. Idem ibidem.
7 MALDONADO, Op. cit. p. 580.
8 CRISÓSTOMO. Op. Cit. § 3.
9 Ver su poder de perdonar los pecados, en Mt 9, 6; su superioridad sobre el Templo, en Mt 12, 6; la sospecha sobre su mesianismo en Mt 12, 23; etc.
10 HILARIO DE POITIERS, San, In Evangelium Matthaei Commentarius , c. XVI.
11 Apud AQUINO. Catena Aurea.
12 MALDONADO. Op. cit. p. 584.
13 BUENAVENTURA, San. La perfección evangélica, c. 4 a. 3 concl. In Obras de San Buenaventura. Madrid: BAC, 1949, t. 6, p. 309.
14 CIPRIANO, San. De unitate ecclessia, § 4.
15 GOMÁ Y TOMÁS, Dr. D. Isidro. El Evangelio Explicado . Barcelona: Ediciones Acervo, 1967, v. II, p. 38.

(Revista Heraldos del Evangelio, Jun/2008, n. 59, p. 12 a 19)

 

San Pablo, el apóstol de las Gentes

Ni en la vida ni en la muerte podían separar a Pablo del amor de Cristo. Por eso, dos mil años después del inicio de su peregrinación terrena, la monumental obra apostólica del Apóstol de las Gentes continúa viva y produciendo frutos para la Iglesia

Clara Isabel Morazzani Arráiz

La vocación es un don concedido liberalmente por Dios. Y, a veces, Se complace el Señor en llamar a alguien aparentemente contrario a la misión para la cual Él lo destina, con el fin de manifestar con mayor fulgor el poder de Su Gracia y la gratuidad de Su llamada. En esos casos, a pesar de las aparentes paradojas y la rebeldía del propio interesado, cuyas aspiraciones parecen chocar con los designios Divinos, el Señor va preparando los caminos, sirviéndose hasta de los propios obstáculos para hacer cumplir Su Santa Voluntad.

Joven fariseo de Tarso

Nada parecía indicar que aquel jovencito de rostro vivo e inteligente, de nombre Saulo, se fuese a transformar en un intrépido defensor de Jesucristo. Nacido en Tarso (Cilicia), en el seno de una familia judaica, el pequeño Saulo estuvo, desde muy pronto, sujeto a dos fuertes influencias que pesarían mucho en la formación de su carácter.

Por un lado, las convicciones religiosas que aprendiera de sus padres no tardarían en hacer de él un auténtico fariseo, apegado a las tradiciones, anhelante por la llegada de un Mesías victorioso y libertador del pueblo elegido, entonces sometido al yugo extranjero, y celoso cumplidor de la Ley hasta en sus últimas prescripciones.

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 “San Pablo” – Plaza de San Pedro (Vaticano)

Por otro lado, el ambiente de su ciudad natal marcó profundamente la personalidad del joven fariseo. Tarso —metrópoli griega, súbdita del Imperio Romano— era en la época, por su localización privilegiada, uno de los centros de comercio más importantes. Repleta de gente, proveniente de las naciones más diversas, cuyas lenguas y costumbres se mezclaban bajo el factor preponderante de la cultura helénica. La Providencia comenzaba a preparar al joven fariseo para su futura misión de Apóstol de las Gentes.

Discípulo de Gamaliel

Apenas había salido de la adolescencia, Saulo abandonó su patria para instalarse en la ciudad cuna de la religión de sus antepasados: Jerusalén. Allí se hizo un asiduo estudioso de las Escrituras, instruido por el docto Gamaliel, uno de los miembros más destacados del Sanedrín. También aquí podemos notar la mano de Dios interviniendo en su vida, pues el conocimiento de los Libros Sagrados, que adquirió a lo largo de esos años, le sirvió más tarde para abrir sus horizontes respecto a la realidad mesiánica de Jesucristo.

Mientras tanto, si Saulo progresaba a pasos agigantados en las doctrinas farisaicas, bajo la mirada vigilante de Gamaliel, en nada pareció asimilar la prudencia que caracterizaba a su maestro, siempre cauto en sus juicios y comedido en sus apreciaciones. Por el contrario, el joven alumno daba muestras de un exaltado fanatismo religioso, como él mismo confesaría en su Epístola a los Gálatas: “Incluso aventajaba a muchos compatriotas de mi edad como fanático partidario de las tradiciones de mis antepasados” (Gal 1,14).

En el interior del discípulo de Gamaliel palpitaba un corazón sincero, a la búsqueda de la verdad. La busca ba ardorosamente, deseoso de alcanzar el pleno conocimiento de ella. No sabía que en el culmen de sus ansias Se encontraba Aquél que, de Sí mismo, dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por Mí” ( Jn 14,6).

Sí, Saulo no podría llegar al Padre, Suprema Verdad, sin pasar por Jesús, el Mediador entre Dios y los hombres. La afirmación proferida por el Divino Maestro, momentos antes de Su Pasión, él la vería cumplir en su propia vida, aunque contra su voluntad y a pesar de sus reluctancias. Y la ocasión se habría de presentar justamente cuando las convicciones de Saulo, enfrentadas al Cristianismo que surgía, se habían convertido en un odio profundo contra éste.

Encuentro de Saulo con el Cristianismo

Saulo pasó algunos años fuera de Jerusalén, coincidiendo con el período de la vida pública de Jesús. Cuando volvió, constató un gran cambio. La Ciudad Santa no era la misma que él conociera en sus tiempos de estudiante: después de la tragedia de la Pasión, pesaba sobre la conciencia del pueblo y, sobre todo, de las autoridades, la figura ensangrentada de la Víctima del Gólgota, que ellos en vano procuraban lanzar en el olvido. Y más aún: los discípulos de aquel hombre no temían predicar su doctrina en el propio Templo, proclamando que ese Jesús a quien habían matado resucitó de entre los muertos (cf. Hech 3,11ss.).

Tales acontecimientos no podían dejar indiferente a un fariseo militante como Saulo. No comprendía que aquellos simples galileos se levantasen impunemente contra la religión de sus antepasados, arrastrando tras de sí tal multitud de seguidores. Su irritación llegó al auge cuando, estando en la sinagoga llamada de los Libertos, donde semanalmente se reunían judíos de todas las comunidades de la Diáspora, se encontró con un joven llamado Esteban, que anunciaba con todo entusiasmo las glorias del Crucificado.

Momentos más tarde habiendo sido Esteban presentado al Tribunal del Gran Consejo, Saulo escuchó atentamente el largo discurso en el que éste demostró, por medio de ejemplos históricos y profecías, ser Jesús el Mesías esperado. El joven fariseo se sentía incómodo: las palabras de Esteban eran tan inspiradas y convincentes, que no se le podía resistir (cf. Hech 6, 10); por otro lado, la imagen de ese Jesús Nazareno, que no había conocido, parecía perseguirlo, y constantemente se veía obligado a oír hablar respecto de él, de tal modo sus adeptos se esparcían por Jerusalén. Le era duro dar coces contra el aguijón (cf. Hech 26, 14). Y, sin embargo, ¡Saulo daba coces!

Indignado delante del coraje de Esteban, aprobó con entusiasmo su muerte (cf. Hech 8, 1) y consideró como un honor la misión de custodiar los mantos de los apedreadores, una vez que su edad no le permitía levantar la mano contra el condenado.

Surge el perseguidor de los cristianos

A partir de aquel día, el exaltado discípulo de Gamaliel no puso nunca más freno a su furia — “me creí en el deber de combatir con todas mis energías la causa de Jesús de Nazaret” (Hech, 26, 9). Entraba en las casas de los fieles y arrancaba de ellas a los hombres y a las mujeres para entregarlos a la prisión (cf. Hech 8, 3); llegaba a maltratarlos para obligarlos a blasfemar (cf. Hech 16, 11). No contento con devastar la Iglesia de Jerusalén, fue a presentarse a los príncipes de los sacerdotes pidiéndoles cartas para las sinagogas de Damasco, con el objetivo de apresar, en esa ciudad, a todos los que se proclamasen seguidores de la nueva doctrina (cf. Hech 9,2).

Pero, ese Jesús a quien él insistía en perseguir (cf. Hech 9, 5), iría a atravesarse de nuevo en su camino, esta vez de modo definitivo y eficaz.

En el camino a Damasco

Podemos imaginar el ansia del joven Saulo al aproximarse a Damasco, gozando de antemano la hora de saciar su cólera en el cumplimiento de la misión que se proponía. Pero es que, súbitamente, una luz fulgurante venida del cielo le envolvió a él y a sus compañeros, derribándolo del caballo. Allí, caído en tierra y cegado por el resplandor de los rayos divinos, el orgulloso fariseo no puede resistir más al poder de Cristo y se declaró vencido: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hech 9, 6).

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El joven Saulo se sentía incomodado: las palabras
de Esteban eran tan inspiradas y convincentes,
que no se le podía resistir.

“Martirio de San Esteban” – Juan de Juanes –
Museo del Prado, Madrid

De perseguidor que era, pocos instantes antes, pasaba a siervo fiel, pronto para obedecer a los mandatos del Divino Perseguido. ¡Cuánta gloria para el Crucificado! Por un simple toque de Su gracia, transforma en Su Apóstol a uno de los más fervientes discípulos de aquellos que habían sido sus principales contendientes, durante su vida pública.

Ayudado por sus compañeros, Saulo se levanta del suelo. Entretanto, más que levantarse del suelo, surgió en su alma “el hombre nuevo, creado a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Ef 4, 24). El que antes blasfemaba permanecería para siempre en un amoroso reconocimiento de su derrota: “Es segura esta doctrina y debe aceptarse sin reservas: Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Precisamente por eso Dios me ha tratado con misericordia, y Jesucristo ha mostrado en mí, el primero, toda su generosidad, de modo que yo sirviera de ejemplo a los que habrían de creer en él, para obtener la vida eterna” (1 Tm 1, 15-16).

Saulo se convierte en Pablo

Con la misma radicalidad con la que antes se apegó al judaísmo, Saulo abrazaba ahora la Iglesia de Cristo. La gracia respetará la naturaleza, conservando las características propias de su personalidad que vendrán más tarde a contribuir en la formación de la escuela paulina de vida espiritual. A partir de ese momento, el Saulo convertido, el nuevo Pablo, sólo se moverá por un único ideal, que tomaba todas las fibras de su alma y daba verdadero sentido a su existencia: “En cuanto a mí, jamás presumo de algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).

De ahora en adelante esa Cruz —en la cual Pablo no consideraba solamente los sufrimientos del Salvador, sino que veía, sobre todo, los resplandores de la Resurrección— sería el rumbo de su vida, la luz de sus pasos, la fortaleza de su virtud, el único motivo de su gloria. Ese amor, que en un instante operara su transformación, lo impelía ahora a hablar, a predicar, a recorrer los confines del mundo con el fin de conquistar almas para Cristo, arrancándole, del fondo del corazón, este gemido: “¡Pobre de mí si no anunciara el Evangelio!” (I Cor 9, 16).

Por ese amor estaba dispuesto a enfrentar todas las tribulaciones, soportar los peores tormentos fuesen de orden natural, como también los de orden moral: “¿Ministros de Cristo? Muchas veces vi la muerte de cerca, cinco veces he recibido los treinta y nueve golpes de rigor; tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en alta mar. Los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas, de paganos; peligros en la ciudad, en despoblado, en el mar, ¡peligros por parte de falsos hermanos! Trabajo y fatiga, a menudo noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez. Y a todo esto añádase la preocupación diaria que supone la solicitud por todas las iglesias” (II Cor 11, 23-28).

Él se había propuesto por encima de todo, la glorificación de Jesucristo y de su Iglesia, y esto constituía para él lo esencial, el norte de su vida. Respecto a esto, comenta San Juan Crisóstomo: “Cada día subía más alto y se volvía más ardiente, cada día luchaba con energía siempre nueva contra los peligros que le amenazaban. […] Realmente, en medio de las insidias de los enemigos, conquistaba continuas victorias, triunfando sobre todos sus asaltosY en todas partes azotado, cubierto de injurias y maldiciones, como si desfilase en un cortejo triunfal, irguiendo numerosos trofeos, se gloriaba y daba gracias a Dios diciendo: ‘Gracias sean dadas al Padre, que siempre nos hace triunfar’” (II Cor 2, 14).”

Apóstol de las Gentes

Así, poco a poco, por medio de sus viajes apostólicos y de sus numerosas cartas a través de las cuales sustentaba en la fe a sus hijos espirituales, Pablo iba asentando los fundamentos de la Esposa Mística de Cristo. Ni siquiera internamente habrían de faltarle adversarios: a veces, entre los propios cristianos surgían conceptos erróneos, como el de querer obligar a los paganos conversos a practicar las costumbres de la Ley Mosaica. Respecto a eso, Pablo llevó su osa día hasta el punto de discutir con el Apóstol Pedro, “enfrentándole abiertamente acerca de su inadecuado proceder” (Gal 2, 11).

Pedro aceptó con humildad el punto de vista de Pablo y se apresuró a ponerlo en práctica. Pero los cristianos que habían difundido sus ideas por las iglesias de Galacia no lo imitaron, añadiendo todavía que la justificación provenía estrictamente del cumplimiento de la Ley. Nada podría ser tan nocivo para la Iglesia naciente que tales engaños, y Pablo enseguida lo percibió. Decidió dejar por escrito toda la doctrina sobre ese punto, y lo hizo con tal seguridad y claridad que se deduce que la recibió de los labios del propio Jesús.

Así, la epístola dirigida a los Gálatas es un escrito polémico, sin recelos de presentar la verdad tal como es: “¡Gálatas insensatos! ¿Quién os ha fascinado? ¿No os puse ante los ojos a Jesucristo clavado en una cruz? […] Todos los que viven pendientes del cumplimiento de la Ley están sujetos a maldición” (Gal 3, 1-10) y poco antes, afirmaba: “Nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo, y no por el cumplimiento de la Ley” (Gal 2, 16).

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El orgulloso fariseo no puede resistir más al poder de Cristo
y se declaró vencido:
“Señor, ¿qué quieres que haga?”

“La conversión de San Pablo”, por Murillo – Museo del Prado, Madrid

San Pablo y los griegos

Si Pablo que tuvo que enfrentar oposiciones dentro de su propio pueblo, se vio también contestado por los griegos, que presentaban objeciones de un tenor completamente distinto, pero no menos peligrosas. Grecia, principal centro de cultura en aquellos tiempos, se enorgullecía de la fama de sus pensadores de ser la cuna de la filosofía. Ahora, la palabra y la predicación traídas por Pablo, “no consistieron en sabios y persuasivos discursos” (I Cor 2, 4) como él mismo afirmaba.

Así, no raras veces, se convertía en el centro del desprecio u objeto de vergüenza para los convertidos. A él poco le importaban las ofensas hechas a su persona, pero recelaba que sus discípulos se hiciesen eco de ideas tan vanas o llegasen a sucumbir, por miedo a las humillaciones. Por eso, escribía a los fieles de Corinto, ciudad donde principalmente esas doctrinas habían encontrado aceptación: “El lenguaje de la Cruz, en efecto, es locura para los que se pierden; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios” (I Cor 1, 18).

No era ese, sin embargo, el peor de los obstáculos encontrados por Pablo en Grecia. Hundidos en la devastación y en el desorden moral, los griegos habían elaborado, a lo largo de los tiempos, una justificación para sus malas costumbres, negando la resurrección de los muertos. Algunos, incluso, como Epicuro de Samos (+270 a.C.), llegaron a afirmar que el alma humana es material y mortal.

En el propio Evangelio percibimos destellos de esa candente temática cuando los saduceos— que, por influencia helénica, no creían en la resurrección— se aproximaron a Jesús para ponerlo a prueba, mediante una pregunta capciosa (cf. Lc 20, 27-39). La discusión, como vemos, venía de tiempos lejanos y se erguía como el principal escollo para el desarrollo del apostolado paulino.

Tal vez Pablo, en sus tiempos de fervor fariseo, ya tuviera que enfrentar a los mismos saduceos en este tema. Ahora, sin embargo, como cristiano, poseía el argumento de la Resurrección de Cristo y contaba con el poderoso auxilio de la gracia.

Gran Apóstol de la Resurrección

Las dudas expuestas por los griegos, cuando no la oposición abierta, le servirían de estímulo para profundizar aún más en la doctrina de la Resurrección y dejarla explicada para los siglos futuros. Así escribe a los Corintios: “Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿por qué algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido. […] Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres. ¡Pero no! ¡Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte! (I Cor 15, 12-14; 19-20).

Era costoso, para aquellos griegos de vida desordenada, tener que asimilar esos principios. Aceptando la resurrección de la carne, se veían forzosamente invitados a un cambio de costumbres a abrazar un modo de pensar y de comportarse coincidente con esa esperanza. Pero hasta sus rechazos contribuirían para el bien, como afirma el propio San Pablo: “Pues hasta es conveniente que haya disensiones entre vosotros” (I Cor 11, 19) —es necesario que haya partido o herejías entre vosotros. Impelido por las circunstancias, Pablo se transforma en el gran Apóstol de la Resurrección.

Cordero y león al mismo tiempo

Ni todo, sin embargo, eran combates para el incansable Pablo. Si cara al error y a la falta de fe mostraba todo su ardor combativo y su intransigencia, en relación a los buenos dejaba entrever un fondo de alma extremadamente afectuoso y compasivo, ordenado según la caridad de Cristo. En esta admirable conjugación de virtudes, en apariencia opuestas, Pablo se asemeja al Divino Maestro, siempre dispuesto a perdonar o pronto a reprender, a ser Cordero y león al mismo tiempo.

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Esposado, Pablo es llevado de Jerusalén a Roma. Durante el
viaje, no perdía la oportunidad de anunciar el Evangelio
en todos los lugares por donde pasaba.

En su carta a los fieles de Filipos, que se inquietaban por sus sufrimientos y necesidades, así escribe: “¡Dios es testigo de lo entrañablemente que os quiero a todos vosotros en Cristo Jesús!” (Flp 1, 8). Y aún, a los mismos gálatas, que antes reprendía respecto de sus desvíos, escribía más adelante: “¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto, hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en vosotros!” (Gal 4, 19).

San Pablo, según Bossuet

Difícil es exaltar al Apóstol de los Gentiles en espacio tan exiguo. La pluralidad atronadora de sus hechos, el poder de su voz y el alcance de su acción apostólica, cuyos frutos hasta hoy alimentan a la Iglesia, dejan abrumado a cualquier escritor. Por eso recurrimos a la incomparable elocuencia de Bossuet, que describió así el ímpetu de la predicación del Apóstol:

“Este hombre, ignorante en el arte de hablar bien, de locución ruda y de acento extranjero, llegará a la esmerada Grecia, madre de filósofos y oradores, y, a pesar de la resistencia mundana, fundará más iglesias que Platón discípulos. Predicará a Jesús en Atenas, y el más sabio de los oradores pasará del Areópago a la escuela de este bárbaro. Continuará más adelante en sus conquistas, y abatirá a los pies del Señor la majestad de las águilas romanas en la persona de un procónsul, y hará temblar en sus tribunales a los jueces delante de los cuales fuera citadoRoma oirá su voz y un día aquella vieja maestra se sentirá más honrada con una sola carta del estilo bárbaro de San Pablo, dirigida a sus ciudadanos, de lo que por todas las famosas arengas que otro día escuchara de Cicerón.”

La prisión en Jerusalén

Sí, Roma, habría de oír su predicación y sus calles, calzadas de grandes piedras, serían holladas por los pies del Apóstol. Esos pies, mientras, arrastrarían pesadas cadenas que cercenarían la libertad de los movimientos. Acusado por el odio de sus conciudadanos, por causa de su fidelidad a Cristo, Pablo fue entregado a la justicia romana. Si su cuerpo soportaba las cadenas y los grilletes, su alma sentía que pesaba sobre sí el suave yugo de Cristo. Prisionero del Espíritu (cf. Hech 20, 22), Pablo recibiera, de noche, esta revelación: “¡Ten ánimo! Pues tienes que dar testimonio de mí en Roma igual que lo has dado en Jerusalén” (Hech 23, 11).

Obediente a la inspiración recibida, Pablo exclamará en el tribunal del gobernador Festo: “Estoy ante el tribunal del César; y es en él donde debo ser juzgado. […] ¡Apelo al César! (Hech 25, 10-11). Queriendo deshacerse de un caso tan complicado que envolvía asuntos de la religión judaica, Festo se apresuró a satisfacer el deseo del preso, mandándolo a Roma, encadenado y bajo la guardia del centurión Julio.

El primer periodo de predicación en Roma

Durante el viaje, Pablo no perdía la oportunidad de anunciar el Evangelio en todos los lugares por donde pasaba; después de varias dificultades a lo largo de la travesía y enfrentar un naufragio, hizo escala en Siracusa, en Sicilia, y de allí fue conducido a Reggio (cf. Hech 28, 12-13).

Una vez llegado a la capital del Imperio e instalado en prisión domiciliaria, Pablo realizó un deseo que hacía tiempo animaba en su corazón, como él mismo lo expresó a los cristianos de Roma: “Por lo que a mí me toca estoy pronto a anunciaros el evangelio también a vosotros, los que estáis en Roma” (Rom 1, 15). Dos años habría de durar su doloroso cautiverio, pero él, como afirmaba San Juan Crisóstomo, “consideraba como juegos infantiles los mil suplicios, los tormentos y la propia muerte que pudiera sufrir alguna cosa por Cristo”. 3 Aprovechó el tiempo para predicar el Reino de Dios (cf. Hech 28, 31), escribir numerosas cartas a las comunidades de Grecia y Asia, las llamadas Epístolas del cautiverio.

Pero la Providencia pedía a su Apóstol todavía algunos años más de abnegación y de fatigas, a él que suspiraba por la muerte, considerándola un beneficio para ganar a Cristo (cf. Flp 1, 21).

Nuevos viajes y retorno a la capital Imperial

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El sublime imitador de Jesucristo sella su
testimonio con su propia sangre.

“Martirio de San Pablo” – Parroquia de Maroggia (Italia)

Liberado por un decreto jurídico, Pablo todavía visitaría Creta, España y nuevamente las conocidas iglesias del Asia Menor, por las cuales tanto se entregó. Al final volvería a Roma para la que se sentía atraído, tal vez por un secreto presentimiento de proximidad de la “corona de justicia” (II Tim 4, 8) que allí lo aguardaba.

Sobre el trono de los césares se sentaba el terrible Nerón, cuya crueldad, aliada con un orgullo patológico, le dieron fama. Era conocido el odio que ostentaba contra los cristianos, y Pablo no pasó desapercibido a la perspicacia de los espías del tirano.

Acusado como jefe de la secta, fue detenido por la policía imperial y lanzado a la Cárcel Mamertina , donde según una antigua tradición, ya se encontraba Pedro. En ese oscuro subterráneo, de estrechas dimensiones y bajo techo, el Pontífice de la Iglesia de Cristo y el Apóstol de los Gentiles estuvieron encadenados a la misma columna. Así, unidos en una misma fe y esperanza, estaban ambos amarrados por las cadenas del amor a la Roca, que es Cristo (cf. I Cor 10, 4).

El martirio de San Pablo

Llegó por fin el día en que Pablo debería “ser inmolado” (II Tim 4, 6). Para él la muerte poco significaba, pues ya se encontraba muerto para el pecado y vivo para Dios (cf. Rom 6, 11). Una entrañable y exclusiva unión lo ligaban a su Señor. No era él mismo quien vivía, sino Cristo quien en él habitaba (cf. Gal 2, 20) y operaba.

Condenado a muerte, Pablo, por ser ciudadano romano, no podía, como Pedro, sufrir la pena ignominiosa de la crucifixión, pero sí la decapitación, y ésta debería producirse fuera de los muros de la ciudad. Conducido por un grupo de soldados, el Apóstol arrastró sus pesados grilletes a lo largo de la Vía Ostiense y, después, por la Vía Laurentina, hasta alcanzar un valle distante, conocido por el nombre de Aquae Salviae.

Allí, entre la vegetación de aquella pantanosa región, el sublime imitador de Jesucristo sellaba su testimonio con su propia sangre. Su cabeza, al caer en el suelo, tras el golpe fatal de la espada, saltó tres veces, haciendo brotar en cada uno de los lugares una fuente de agua bulliciosa. Este hecho, aunque no esté comprobado por la Historia, se basa en una piadosa tradición confirmada por el nombre de Tre Fontane , que ostenta el monasterio trapense construido en aquel lugar.

Combatí el buen combate

Pablo murió, pero su monumental obra apostólica, fundamentada en la caridad que consumiría su vida, continuaba viva y produciría a lo largo de los tiempos, abundantes frutos para la Iglesia. Hasta el último aliento, su vida no fue sino una gran lucha. Lucha de entusiasmo y entrega, de desprendimiento y de heroísmo; lucha para llevar al Evangelio a todas las gentes, confiando siempre en la benevolencia de Cristo.

Las peores dificultades de la vida no pudieron alcanzar su tabernáculo interior. Su firmeza, semejante a la inmovilidad de un acantilado golpeado por las olas del mar, manteníase inalterable en medio de las mayores angustias y agonías, cierto de que, ni en la vida ni en la muerte podrían separarlo del amor de Cristo (cf. Rom 8, 38-39).

Y una vez concluido el combate, recorrida toda su carrera y llegado el término de su peregrinación terrena (cf. II Tim 4, 7) el Apóstol apareció ante la admirada mirada de la Humanidad, en toda su estatura de gigante de la fe, transmitiendo para los siglos futuros este mensaje: “Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero la más excelente de todas es el amor. ¡El amor no pasa jamás!” (I Cor 13, 13.8).

Bibliografía:

1 Apud: Liturgia de las Horas . San Pablo: Voces, 2000. pp. 1208-1210.
2 Apud: HERRERA ORIA, Ángel. La Palabra de Cristo. Madrid: 1955, vol. V. pp. 1001,1002.
3 Apud: Liturgia de las Horas. San Pablo: Voces, 2000. pp. 1208-1210.

(Revista Heraldos del Evangelio, Jul/2008, n. 60, p. 26 a 33)